§
1. – Las dificultades del problema de la creencia.
El problema de la creencia,
confundido a veces con el del conocimiento, es sin embargo muy distinto. Saber
y creer son cosas diferentes que no tienen el mismo origen. De las opiniones y
de las creencias proceden nuestra idea de la vida y nuestra conducta y, en
consecuencia, la mayor parte de los acontecimientos históricos. Como todos los
fenómenos se rigen por ciertas leyes, pero son leyes que aún no se ha
estudiado. El mundo de la creencia siempre ha parecido envuelto en el misterio.
Por eso son tan escasos los escritos acerca del origen de la creencia, mientras
que los referidos al conocimiento son innumerables. Los escasos intentos hechos
para aclarar el problema de la creencia son suficientes para mostrarnos cuan
poco se lo ha comprendido. Aceptando la vieja opinión de Descartes, los autores repiten que la creencia es racional y
voluntaria. Uno de los objetivos de esta obra será precisamente mostrar que la
creencia no es voluntaria ni racional. La dificultad del problema de la
creencia no escapó al gran Pascal. En
un capítulo sobre El arte de persuadir afirma acertadamente que los hombres:
“casi siempre llegan a creer no gracias a la prueba, sino al placer.” “Pero”,
añade: “la forma de agradar es, sin comparación, tanto más difícil, tanto más
sutil, útil y admirable… así que si no me ocupo de ella es porque no soy capaz;
y me parece una dificultad tan desmesurada que pienso que semejante empresa es
absolutamente imposible.” Sin embargo, gracias a los descubrimientos de la
ciencia moderna, ha llegado el momento en que parece posible abordar el
problema ante el que Pascal se sintió impotente. Su solución proporciona la
clave de muchas cuestiones importantes. ¿Cómo, por ejemplo, se establecen las
opiniones y las creencias religiosas o políticas? ¿Por qué es posible encontrar
en individuos muy inteligentes supersticiones muy ingenuas? ¿Por qué la razón
se muestra tan impotente a la hora de modificar nuestras convicciones
sentimentales? Sin una teoría de la creencia estas cuestiones y muchas otras
permanecen insolubles. La razón por sí misma no podría explicarlas. Si el
problema de la creencia ha sido tan mal comprendido por los sicólogos y los
historiadores es porque han intentado interpretar con los recursos de la lógica
racional fenómenos a los que es inaplicable. Veremos que todos los elementos de
la creencia obedecen a reglas lógicas, desde luego, pero absolutamente
diferentes de las empleadas por los sabios en sus investigaciones. Desde mis
primeros estudios históricos este problema me había atormentado. La creencia me
parecía, desde luego, el factor principal de la historia ¿pero cómo explicar
hechos tan extraordinarios como la aparición de las creencias que determinaron
la creación y la caída de poderosas civilizaciones? Tribus nómadas perdidas en
los desiertos de Arabia adoptan la religión que les enseña un iluminado y,
gracias a ella, fundan en menos de cincuenta años un imperio tan grande como el
de Alejandro y provocan una espléndida eclosión de maravillosos monumentos.
Pocos siglos antes pueblos semibárbaros se convierten a la fe predicada por
apóstoles procedentes de un oscuro rincón de Galilea y bajo el fuego
regenerador de esta creencia el mundo antiguo se derrumba para dejar su lugar a
una civilización completamente nueva en la que cada elemento aparece impregnado
por el recuerdo del Dios que la hizo nacer. Casi veinte siglos más tarde la
antigua fe se tambalea, desconocidas estrellas aparecen en el cielo del
pensamiento, un gran pueblo se alza intentando destruir los lazos del pasado.
Su fe destructora y poderosa le proporciona, pese a la anarquía en la que esta
gran Revolución lo precipita, la fuerza necesaria para dominar Europa en armas
y atravesar victoriosamente todas sus capitales. ¿Cómo explicar este extraño
poder de las creencias? ¿Por qué el hombre se somete de súbito a una fe que
desconocía ayer? ¿Por qué lo eleva esa fe de forma tan prodigiosa por encima de
sí mismo? ¿De qué factores sicológicos surgen estos misterios? Intentaremos
aclararlo. El problema del establecimiento y de la propagación de las opiniones
y, sobre todo, de las creencias, tiene aspectos tan maravillosos que los
sectarios de cada religión atribuyen su aparición y su difusión a un origen
divino. Señalan también que tales creencias se adoptan a pesar de los intereses
más evidentes de los que las aceptan. Por ejemplo, es sencillo comprender que
el cristianismo se propagara fácilmente entre los esclavos y todos los
desheredados a los que prometía una eterna felicidad. ¿Pero qué secreta fuerza
podía inducir a un caballero romano, un personaje consular, a desprenderse de
sus bienes y arriesgarse a suplicios vergonzosos para adoptar una nueva
religión rechazada por las costumbres, despreciada por la razón y prohibida por
las leyes? Es imposible invocar la debilidad intelectual de los hombres que se
sometían voluntariamente a tales yugos, puesto que, desde la antigüedad a
nuestros días, los mismos fenómenos se observan entre los espíritus más
cultivados. Una teoría de la creencia no puede ser válida más que si
proporciona la explicación de tales cosas. Sobre todo debe permitir comprender
cómo ilustres sabios, reputados por su espíritu crítico, aceptan leyendas cuya
infantil ingenuidad hace sonreír. Aceptamos fácilmente que Newton, Pascal o Descartes, que vivían en un ambiente
saturado por ciertas convicciones, las hayan admitido sin discusión, de la
misma forma que admitían las leyes ineluctables de la naturaleza. ¿Pero cómo es
posible que en nuestros días, en medios en los que la ciencia proyecta tanta
luz, las mismas creencias no se hayan desintegrado por completo? ¿Por qué
observamos que cuando por casualidad se desintegran, son sustituidas de
inmediato por otras ficciones, igualmente maravillosas, como lo prueba la
propagación de doctrinas ocultistas, espiritistas, etc., entre sabios eminentes?
A todas estas cuestiones tendremos que dar respuesta.
§
2. – En qué se diferencian la creencia y el conocimiento.
Intentemos primero establecer qué es
una creencia y en qué se distingue de un conocimiento. Una creencia es un acto
de fe de origen inconsciente que nos induce a admitir en bloque una idea, una
opinión, una explicación, una doctrina. Como veremos la razón no tiene nada que
ver con su génesis. Cuando la razón intenta justificar a la creencia, la
creencia está ya formada. Todo lo que se acepta por un simple acto de fe se
debe calificar de creencia. Si la exactitud de una creencia se verifica luego
mediante la observación y la experiencia, entonces deja de ser una creencia y
se convierte en conocimiento. Creencia y conocimiento son dos formas de
actividad mental muy distintas y de orígenes muy diferentes. La primera es una
intuición inconsciente engendrada por ciertas causas independientes de nuestra
voluntad, el segundo se adquiere conscientemente y se construye con métodos
exclusivamente racionales, tales como la experiencia y la observación. Sólo en
un momento avanzado de la historia la humanidad, que vivía en el mundo de la
creencia, descubrió el mundo del conocimiento. Al penetrar en él reconoció que
todos los fenómenos, atribuidos hasta entonces a la voluntad de seres
superiores, se desarrollan bajo la acción de leyes inflexibles. En el mismo
instante en que el hombre entró en la era del conocimiento, todas sus
concepciones del universo cambiaron. Pero en este nuevo universo todavía no ha
sido posible penetrar demasiado hondo. La ciencia comprueba cada día que sus
descubrimientos siguen rodeados de misterio, misterio que es el alma
desconocida de las cosas. La ciencia está todavía llena de zonas oscuras y, más
allá de los horizontes que ha alcanzado, aparecen nuevas tinieblas que parecen
alejarse continuamente. Este enorme espacio, que ninguna filosofía ha podido
iluminar todavía, es el reino de los sueños. Está lleno de esperanzas que
ningún razonamiento podría destruir. Creencias religiosas, creencias políticas,
creencias de todas clases encuentran ahí un poder ilimitado. La fe crea los
temibles fantasmas que lo habitan. Saber y creer seguirán siempre siendo cosas
distintas. Mientras que la adquisición de la más pequeña verdad científica
exige un trabajo enorme, la posesión de una certidumbre que no necesita sino la
fe para mantenerse no necesita ninguno. Todos los hombres tienen creencias, muy
pocos se elevan hasta el conocimiento. El mundo de la creencia posee su lógica
y sus leyes. Los sabios vanamente han intentado una y otra vez penetrar en
ellas con sus métodos. Veremos en esta obra por qué el sabio pierde por
completo su espíritu crítico al introducirse en el mundo de la creencia y no
encuentra en él sino las más decepcionantes ilusiones.
§
3. – Funciones diferentes de la creencia y del conocimiento.
El conocimiento constituye una parte
fundamental de la civilización, el gran factor del progreso material. La
creencia orienta los pensamientos, las opiniones y, en consecuencia, la
conducta. Supuestas en tiempos de origen divino, las creencias se aceptaban sin
discusión. Hoy sabemos que proceden de nosotros mismos y, sin embargo, todavía
se aceptan. En general el razonamiento tiene tanto poder sobre ellas como sobre
el hambre o la sed. Elaboradas en la parte inconsciente de la mente, en la que
la inteligencia no penetra, las creencias se padecen y no se discuten. Este
origen inconsciente y, por lo tanto, involuntario, de las creencias las dota de
una gran fortaleza. Ya sean religiosas, políticas o sociales, siempre han
jugado un papel esencial en la historia. Al volverse creencias generalizadas se
convierten en polos de atracción alrededor de los cuales gira la existencia de
los pueblos e imprimen su marca en todos los elementos de cada civilización. Se
distingue fácilmente cada una de las civilizaciones dándole el nombre de la fe
que la ha inspirado. Civilización budista, civilización cristiana y
civilización musulmana son denominaciones muy justas. Al convertirse en el
centro alrededor del cual todo gira, las creencias se convierten también en
factores que dan forma. Los diversos elementos de la vida social (filosofía,
artes, literatura…) se modifican hasta adaptarse a ellas. Las únicas
revoluciones verdaderas son las que cambian las creencias fundamentales.
Siempre han sido muy raras. Por lo común sólo se transforman los nombres de las
convicciones. La fe cambia de objeto, pero nunca muere. No podría morir, porque
la necesidad de creer es un elemento psicológico tan irreductible como el
placer y el dolor. El alma humana siente horror ante la duda y la incertidumbre.
El hombre atraviesa a veces fases de escepticismo, pero nunca permanece en
ellas. Siente la necesidad de ser guiado por un credo religioso, político o
moral que lo domine y le evite el esfuerzo de pensar. Los dogmas destruidos son
siempre reemplazados. La razón es impotente antes estas indestructibles
necesidades. La Edad Contemporánea está tan animada por la fe como los siglos
que la precedieron. En los nuevos templos se predican dogmas tan despóticos
como los del pasado y que cuentan con un número semejante de fieles. Los viejos
credos religiosos que sometían antaño a las multitudes son reemplazados por
credos socialistas o anarquistas igualmente despóticos y poco racionales, pero
con no menos poder sobre las alamas. A menudo la iglesia es reemplazada por la
taberna, pero las prédicas de los místicos agitadores que se escuchan en ellas
son objeto de la misma fe. Y si la mentalidad de los fieles no ha evolucionado
mucho desde la lejana época en que, a orillas del Nilo, Isis y Hathor atraían hasta
sus templos a millares de fervientes peregrinos, es porque en el curso de las
edades los sentimientos, verdaderos fundamentos del alma, mantienen sus rasgos
básicos. La inteligencia progresa, los sentimientos no cambian. No es posible
dudar de que la fe en cualquier dogma no es sino una ilusión, pero no por eso
se la puede desdeñar. Gracias a su “mágico” poder lo irreal adquiere más fuerza
que lo real. Una creencia compartida proporciona a un pueblo una comunidad de
pensamiento generadora de su unidad y su fuerza. Al ser tan diferente el
dominio del conocimiento del de la creencia, oponer el uno a la otra es un
intento vano, en el que sin embargo nos precipitamos cada día. Escindida cada
vez más de las creencias, la ciencia sigue estando muy impregnada de ellas. La
ciencia permanece sometida a la creencia en todos los asuntos poco conocidos,
por ejemplo los misterios de la vida o el origen de las especies. Las teorías
que se aceptan en esos campos son simples artículos de fe, sin más autoridad
que la de los científicos que las formularon. Las leyes referidas a la
psicología de la creencia no sólo son aplicables a las grandes convicciones que
fundamentan la trama de la historia y dejan en ella una marca indeleble.
También son aplicables a la mayor parte de nuestras opiniones diarias acerca de
los eventos y las cosas que nos rodean. La observación nos enseña fácilmente
que la mayoría de estas opiniones carecen de soporte racional, aunque lo tienen
de elementos afectivos y místicos, generalmente de origen inconsciente. Si se
las discute con tanto ardor es precisamente porque pertenecen al dominio de la
creencia y se forman de la misma manera. Por lo general las opiniones son pequeñas
creencias más o menos transitorias. Así pues sería un error pensar que se
abandona el campo de la creencia cuando se renuncia a las convicciones
ancestrales. Tendremos ocasión de mostrar que lo más frecuente es que nos hemos
deslizado en ellas todavía más. Como las cuestiones que suscita la génesis de
las opiniones son del mismo orden que las relativas a las creencias, deben
estudiarse de la misma forma. Aunque a menudo distintas en sus efectos,
creencias y opiniones pertenecen sin embargo a la misma familia, en tanto que
el conocimiento forma parte de un mundo completamente diferente. Con esto vemos
la magnitud y la dificultad de los problemas que se abordan en esta obra. He
pensado en ella durante muchos años y bajo cielos muy diversos, ya sea contemplando
los millares de estatuas levantados desde hace ochenta siglos a la gloria de
todos los dioses que crearon nuestros sueños, ya sea perdido entre los
gigantescos pilares de los templos de extraña arquitectura, reflejados en las
aguas majestuosas del Nilo o edificados en las orillas atormentadas del Ganges.
¿Cómo admirar esas maravillas sin imaginar las fuerzas secretas que las
hicieron surgir de una nada de la que ningún pensamiento racional las podría
haber hecho nacer? Los azares de la vida me han conducido a explorar ramas muy
variadas de la ciencia pura, de la psicología y de la historia. Gracias a ellos
he podido estudiar los métodos científicos que engendran el conocimiento y los
factores psicológicos que generan las creencias. El conocimiento y la creencia
son toda nuestra civilización y toda nuestra historia.
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