Los
jesuitas que vivieron entre los iroqueses registraron sus vivencias
en las Relaciones
de los Jesuitas.
Allí encontramos un
detallado testimonio
ocular de lo que
sufrió un prisionero iroqués de los hurones en 1637. Lo narró el
padre François Joseph
le Mercier, que
estaba acompañado por los padres Paul le Jeune y Charles
Garnier.
La
tortura comenzó por la noche, en la casa alargada del consejo, junto
a la cual se encendieron 11 hogueras. Lanzando gritos de alegría,
los jóvenes hurones se armaron con un trozo de corteza ardiente o un
tizón. El jefe de guerra del poblado les recordó la importancia del
acto, el cual era contemplado, dijo, por el Sol y el Dios de la
Guerra. Después hicieron correr al prisionero alrededor de las
hogueras, mientras cada hombre intentaba quemarlo cuando pasaba ante
él: No había reyertas respecto a quién le torturaría quemándole:
cada cual lo hacía cuando se le antojaba; por lo tanto, cada uno se
tomaba el tiempo necesario para meditar alguna nueva manera de hacer
sentir más agudamente
el fuego a la víctima. Como le quemaban casi exclusivamente en las
piernas, estas quedaron en un estado lastimoso, con la carne hecha
trizas. Algunos le aplicaban teas ardientes y no las retiraban hasta
que el infeliz lanzaba terribles alaridos; tan pronto como cesaba de
gritar, volvían a quemarle, una y otra vez, repitiendo la operación
siete u ocho veces, a menudo reavivando la brasa a fuerza de soplar,
sin apartarla de la carne a la que aplicaban el tizón. Otros ataban
cuerdas alrededor del cuerpo de la víctima y después les prendían
fuego, quemándola así lentamente y causándole un agudísimo
sufrimiento. Algunos hacíanle poner los pies sobre hachas al rojo
vivo y luego apoyarse en ellas. Se podía escuchar el ruido de la
carne chamuscada y ver subir el humo que desprendía su carne hasta
el techo de la cabaña. Con garrotes, golpeábanlo en la cabeza y
atravesábanle las orejas con pequeñas astillas; luego rompieron el
resto de sus dedos y avivaron el fuego alrededor de sus pies. Además
de quemarlo, algunos miembros de la multitud le rompían huesos de
las manos, le perforaban las orejas con astillas que dejaban clavadas
en ellas y le ataban las muñecas con cuerdas que apretaban
brutalmente y de cuyos cabos tiraban con todas sus fuerzas. Cuando el
iroqués caía sobre las llamas, se le aplicaba a la espalda un tizón
ardiente, y otros hubieran procedido a avivar el fuego para quemarlo
si el jefe de guerra no hubiese intervenido, ordenando que la tortura
cesara para que viviera hasta el amanecer. Después se reanimó al
cautivo haciéndole beber agua. Cuando volvió en sí, se le ordenó
cantar. Al principio lo hizo con un hilo de voz; después con una voz
tan fuerte que se le podía oír desde fuera de la casa. Continuaron
torturándolo toda la noche, con descansos para reanimar y alimentar
al prisionero. Los jesuitas se sorprendieron mucho por el hecho de
que en los rostros de los hurones no había ira ni furia, sino lo que
parecía ser gentileza y humanidad. Sus palabras «expresaban tan
solo buen humor o pruebas de amistad y buena voluntad». Igualmente,
el iroqués soportó la tortura con paciencia, y no escapó de sus
labios ni una sola palabra ofensiva hacia sus verdugos. Al amanecer
se encendieron hogueras fuera del poblado para exhibir el «exceso de
crueldad a la vista del Sol» y se hizo subir al cautivo a una
plataforma de unos dos metros de altura, acompañado de cuatro de sus
torturadores. Allí lo ataron a un árbol que pasaba a través de un
espacio abierto del tablado, pero de tal modo que quedaba libre para
moverse en cualquier dirección: Allí empezaron a quemarlo más
cruelmente que nunca, no dejando parte alguna de su cuerpo a la que
no se aplicara fuego en uno u otro momento. Cuando uno de esos
carniceros empezó a quemarlo y a acosarlo estrechamente, el cautivo,
intentando escapar de él, cayó en manos de otro que no le ofreció
mejor acogida. De vez en cuando les suministraban tizones nuevos que
le introducían, ardiendo, por la garganta, apretándolos incluso
hasta sus entrañas. Le quemaron los ojos; le aplicaron hachas
candentes a la espalda; colgaron algunas alrededor de su cuello,
tirándoselo ahora hacia su espalda, ahora hacia su pecho, según la
posición que adoptaba al intentar evitar el peso de su carga. Si
intentaba sentarse o acuclillarse, alguien introducía un tizón
ardiente por debajo del cadalso, lo cual pronto le hacía levantarse…
Le acosaron de tal modo de todos lados que finalmente le dejaron sin
aliento; vertieron agua en su boca para fortalecer su ánimo, y los
capitanes le permitieron tomar un breve respiro. Pero permaneció en
silencio, con la boca abierta, casi inmóvil. Entonces, por temor a
que muriese de otro modo que mediante el cuchillo, uno cortó un pie,
otro una mano, y casi al mismo tiempo un tercero lo decapitó,
arrojando su cabeza entre la muchedumbre, donde alguien la tomó para
llevarla al capitán Ondessone, para quien había sido reservada,
para que se regalase con ella. En cuanto al tronco, este permaneció
en Arontaen, donde tuvo lugar un banquete el mismo día. Encomendamos
su alma a Dios y regresamos a casa a decir misa. Por el camino
encontramos un salvaje que llevaba en un pincho una mano a medio asar
de la víctima.
(En
Manuel Moros Peña, Historia natural del canibalismo,
2008)
Ver
también A Place Under Heaven: Amerindian Torture and Cultural
Violence in Colonial New France, 1609-1729, Part V: The
Torture of Saunadanoncoua →
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