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jueves, 12 de diciembre de 2024

Iain Davis - La clase parasitaria - 8 de octubre de 2024




Deploro el juego de acusaciones, que tan a menudo se utiliza para desviar la atención del verdadero problema. Me opongo a las falsas posiciones binarias creadas deliberadamente para dividirnos y gobernarnos y, sin embargo, en este artículo me refiero a los oligarcas multimillonarios (y a su clase dirigente) como “la clase parasitaria”. Por favor, tengan paciencia conmigo, intentaré explicar esta aparente hipocresía.

Una búsqueda en Internet del término “oligarquía” intentará convencerlo una y otra vez de que la oligarquía se relaciona específicamente con Rusia, lo cual es una completa tontería.

Un oligarca es alguien que ha acumulado una inmensa riqueza y la ha convertido en autoridad política y social. Eso es lo que ha sido siempre un oligarca, desde que la humanidad empezó a llamarlos “oligarcas”. Rusia es una oligarquía, pero, como lo revelan casi todas las teorías políticas y los miles de años de filosofía política, ciencia e historia, también lo son todos los demás estados nacionales.

La pregunta es ¿cómo se llega a ser oligarca? Se sugiere que algunos alcanzan el estatus de oligarca debido a su astucia para los negocios. Mucha gente es astuta en los negocios, pero eso por sí solo no es suficiente para ascender a la oligarquía. Para ser oligarca hay que ser aceptado por los demás oligarcas. Si los oligarcas se oponen a uno, es probable que su negocio se vea aplastado o al menos severamente restringido y se le impedirá el acceso a la autoridad política o a la influencia social.

Algunos son oligarcas hereditarios, otros se vuelven fabulosamente ricos en virtud de operar monopolios, otros se benefician del nepotismo y otros aprovechan sus conexiones en la red. Pero todos los oligarcas logran y luego mantienen su poder e influencia mediante la explotación. Ya sea esclavitud asalariada (o simplemente esclavitud), espionaje industrial, guerra legal, guerra, otras formas de violencia, apalancamiento de deuda, opresión económica, apropiación de tierras, robo o simplemente engaño, la oligarquía es una pandilla de barones ladrones.

La filantropía no tiene nada de malo en sí misma, pero los oligarcas la utilizan para manipular la sociedad a su favor, crear nuevos mercados para sí mismos y aumentar su autoridad política y/o social. En resumen, el oligarca se distingue de los ricos comunes y corrientes no sólo por la magnitud de su riqueza, sino, sobre todo por la manera egoísta y sin escrúpulos con que adquiere y abusa de la autoridad que le otorga su inmensa riqueza.

Nosotros, el pueblo, somos la fuente tanto de la riqueza de los oligarcas como de la autoridad política que atesoran. Si bien podemos obtener algún beneficio de las actividades de la oligarquía (como empleo o inversión en infraestructura, etc.), esta relación es mucho más beneficiosa para el oligarca que para nosotros. De lo contrario la oligarquía no se molestaría.

  • La definición de parásito es: organismo que vive sobre o dentro de otro y obtiene su alimento de él.

  • La definición de clase social es: grupo de personas dentro de una sociedad que poseen el mismo estatus socioeconómico.

El único equivalente socioeconómico de un oligarca es otro oligarca. El efecto colectivo de la oligarquía sobre la sociedad es parasitario.

La oligarquía es la clase parasitaria.


Introducción a la teoría de la élite

El término que comúnmente se nos da para referirnos a los oligarcas es “la élite”. El hecho de que usemos comúnmente este lenguaje para describir a la clase parasitaria es un claro ejemplo de ingeniería social. A menos que nos liberemos de las cadenas lingüísticas que atan nuestros pensamientos y controlan cómo hablamos sobre la oligarquía, seguiremos siendo gobernados por ellos, nos guste o no.

El concepto de “élite” proviene en gran medida de la “teoría de las élites”, una rama de la ciencia política que surgió a fines del siglo XIX y principios del XX. La teoría de las élites intenta explicar por qué la sociedad está dividida entre la gran masa del pueblo y una minoría gobernante que siempre detenta el poder.

La teoría de las élites supuestamente proporciona una justificación científica para explicar por qué, sin importar dónde o cuándo miremos, una pequeña camarilla controla casi todos los recursos y posee un poder financiero, económico y político abrumador, que luego utiliza para gobernar. A lo largo de la historia, esta dinámica de poder perjudicial ha sido reconocida en ocasiones por la gente (que generalmente se opuso a ella una vez que se dio cuenta de ella), pero más frecuentemente no. En gran medida la aceptamos como si fuera una especie de aspecto inherente a la sociedad.

En términos generales, la teoría de las élites ha reeditado ideas que tienen miles de años de antigüedad. Como campo académico la teoría de las élites aún no ha aportado nada nuevo. Revela que todas las formas de gobierno son esencialmente oligarquías, pero la mayoría de los historiadores políticos ya lo sabían. Lo único que hace la “teoría de las élites” es reforzar muchos de los disparates que se espera que aceptemos.

En la teoría de las élites, la palabra “élite” es un término polisémico que puede significar “aristocracia” en el sentido clásico. Proviene del francés “aristocracie”, que significa “gobierno de los mejores ciudadanos” y del griego “ aristokratia”, que significa “gobierno de los mejores”.

Para evitar elogiar demasiado a los oligarcas, otros teóricos de la élite también utilizan el término “élite” para referirse a una “clase dirigente”, sin el sentido de “aristocracia”. La etimología de la palabra “élite” es del francés “élite”, que significa “seleccionar, escoger”, derivado del latín eligere, que significa “elegir”.

La teoría de la élite percibe a la “élite” como los mejores entre nosotros, que lideran por mérito o como la clase gobernante o “clase política” que a veces elegimos. La interpretación de la clase política se deriva del trabajo de Gaetano Mosca (1858 – 1941), quien señaló que los oligarcas a menudo obtenían el poder mediante la coerción y la violencia, pero estaban particularmente bien organizados y, por lo tanto, con el control de casi todos los recursos, gobernaban.

De cualquier manera hay una sugerencia de que los oligarcas se benefician de algún tipo de meritocracia. El uso de “meritocracia” se remonta a Platón (c. 424/423 – 348/347 a. C.) y ahora se usa para denotar, según el Oxford English Dictionary, “una clase gobernante o influyente de personas educadas o capaces” o “gobierno o posesión del poder por personas seleccionadas según el mérito”. El oligarca es el mejor entre nosotros o un miembro poderoso de una camarilla bien organizada. O eso dicen los teóricos de la élite y las publicaciones que sirven a los oligarcas.

En la actualidad la palabra “meritocracia” fue popularizada por el sociólogo Michael Dunlop Young (1915-2002). La utilizó como una parodia irónica, advirtiendo a la gente que seleccionar “líderes” en función de su estatus social y calificaciones educativas formales era una forma segura de terminar con un gobierno completamente malo. El hecho de que “meritocracia” haya llegado a significar algo “bueno” lo decepcionó hasta el día de su muerte.

El problema con la aceptación común de la palabra “élite”, basada en la “teoría de la élite”, es que sugiere una inevitabilidad. Como si las cosas fueran así, como si un grupo de oligarcas (llámense nobleza negra, partes interesadas, banqueros o como sea) nos dirigiera inevitablemente. Es como siempre ha sido, así que acostúmbrense. ¡Resistirse es inútil!

A Vilfredo Pareto Pareto (1848-1923) se le atribuye haber acuñado el término “la élite”. Él propuso su teoría de la “circulación de la élite”, que postulaba que el conflicto entre “élites” a menudo hace que un grupo sustituya a otro en la cima de la estructura social jerárquica. El otro aspecto de la “circulación” era que los individuos entran y salen de los círculos de la élite.

Pareto señaló que las élites eran seres humanos capaces de hacer el bien pero también de cometer grandes males, aunque sostenía que gobernaban como resultado de sus habilidades distinguidas y virtudes excepcionales.

Wikipedia, que es útil para nombres, fechas e historias oficiales pero poco más, afirma que el filósofo estadounidense C. Wright Mills (1916-1962), que escribió sobre la “élite del poder”, es la persona adecuada a la que acudir si se desea entender todo lo que hay que saber sobre la élite. Al tratarse de Wikipedia, esa opinión, presentada como una especie de hecho, es errónea.

Mills sostuvo que las “élites del poder” surgen por sí solas. Son una consecuencia inevitable de la sociedad burocrática y tecnológica moderna, que necesariamente coloca la autoridad en manos de quienes dirigen sus instituciones. Si la élite, con su control de los recursos, no dirigiera esas instituciones, Mills afirmó que no funcionarían.

Mills rechazó el concepto de “clase política” de Mosca. En cambio, “la élite” difundió, como sugirió Pareto, y surgió de las organizaciones corporativas que dominaban la economía estadounidense para convertirse en los “ricos corporativos”.

Mills propuso un modelo “tripartito” de la sociedad estadounidense, dividido en líneas generales entre la “élite del poder”, los “líderes de opinión” y el público. Esto resultó un tanto chocante para los estadounidenses de la década de 1950, que consideraban a Estados Unidos como una “meritocracia igualitaria”.

Mills afirmó que el gobierno, los líderes locales y los grupos de interés formaban los “líderes de opinión” y que el público estaba formado por proles impotentes e ignorantes que, sin saberlo, dependían por completo de la élite en el poder para su supervivencia económica. El público imaginaba erróneamente que los líderes de opinión tomaban las decisiones, mientras que, como demostró Mills, la “élite del poder” dominaba las instituciones de la economía (corporaciones), el ejército y el gobierno. La clase parasitaria compartía una perspectiva común y eran los verdaderos tomadores de decisiones.

Pero, en opinión de Mills, no había ninguna “conspiración” que descubrir. La élite del poder controlaba los recursos, la economía y las vidas de la gente común. Al igual que Pareto, reconoció que podían tomar decisiones tanto beneficiosas como desastrosas, pero que ésta era simplemente una función necesaria e inevitable de una sociedad jerárquica, según dijo.

En resumen, la postura de Mills sobre la “teoría de la élite” estaba en consonancia con su trayectoria general. Siempre es favorable a quienes les gusta que se los considere “la élite”, incluso cuando los critica. Alguien tiene que estar a cargo y, según casi todos los teóricos de la élite, es “la élite”.

Robert Michels (1876–1936) dijo que las exigencias técnicas de la sociedad hacían que el liderazgo oligarca fuera indispensable para la supervivencia de una organización. Al igual que Mills, Mosca y Pareto, etc., Michels creía que los oligarcas consiguieron su estatus porque poseían conocimientos, habilidades y riqueza superiores. Michels añadió que esto les permitía no sólo controlar sus propias redes de complicidad, sino también a los grupos disidentes.

Mientras que Mosca consideraba que las habilidades organizativas de la élite eran una herramienta que les permitía formar la “clase política”, Michels identificó las mismas habilidades como clave para transformar la estructura política en una oligarquía. En esencia, sostenía, los partidos políticos estaban gobernados por oligarcas que tenían todo el poder y determinaban todas las políticas. Esto dejaba a los miembros y a los activistas de base del partido en una situación desesperada, imaginando erróneamente que tenían algún tipo de influencia sobre la dirección del partido.


Nada nuevo

La ampliamente consistente “teoría de la élite” (que sostiene que una sociedad se gestiona mejor si es gestionada por un pequeño subconjunto de sus miembros constituyentes y que de alguna manera esta supuesta inevitabilidad es evidencia de meritocracia) se remonta a los “Guardianes” de la “República” de Platón.

Platón creía que había tres aspectos en la naturaleza del hombre: apetito, espíritu y razón.

Estos elementos del “alma” o “psique” están en constante cambio dentro de todos nosotros y son dominantes o subordinados. Por lo tanto, pensaba Platón, la sociedad humana estaba dividida en una estructura “tripartita”: los artesanos (productores), los auxiliares (militares) y los guardianes (gobernantes).

Así ordenados, todos podemos callarnos, trabajar hasta caer rendidos, morir en guerras o, en el caso de los gobernantes (Guardianes), ordenar a la gente que trabaje hasta caer rendidos y muera en guerras. Miles de años después de la muerte de Platón, el principal teórico de la élite, C. Wright Mills, propondría más o menos la misma teoría.

Platón, que era un aristócrata de una familia de gobernantes (guardianes) extremadamente rica y poderosa, pensaba que los guardianes (gobernantes) eran tan especiales (dotados de sabiduría, intelecto y virtud moral) que necesitaban recibir la mejor educación, inmensas ventajas y mucho tiempo para convertirse en gobernantes filósofos, tal como Platón y sus compañeros.

Si bien los teóricos de las élites del siglo XIX y principios del XX se centraban predominantemente en oligarquías gobernantes confinadas en estados nacionales, hoy vivimos en un mundo globalizado (al parecer) y la gobernanza global está muy presente. La oligarquía se ha internacionalizado. En verdad, siempre lo fue.

David Rothkopf, miembro del Consejo de Relaciones Exteriores (por lo que no hay ningún conflicto de intereses), escribió un libro entero sobre la clase parasitaria global (los oligarcas), pero los llamó, como era de esperar, “la superclase”. Su opinión estaba muy en consonancia con la “teoría de la élite”.

La “superclase” puede mover miles de millones y dar forma a los mercados globales, es dueña de la industria del lobby y la patrona de carreras políticas en todo el mundo, con facilidad para “influir” y controlar las políticas gubernamentales e intergubernamentales. Pero, una vez más, la llamada “superclase” es el producto ineludible de la meritocracia, afirmó Rothkopf.

Según Rothkopf, estas personas sumamente motivadas y con conocimientos, cuyo número no supera los 6.000 o 7.000, poseen un poder global real. Aunque a menudo actúan en conjunto, son “líderes globales” porque resulta que lo son. No hay necesidad de pensar conspirativamente, dijo. Parece que nunca la hay.

Si la teoría de Platón tuviera algún mérito, se podría esperar que aproximadamente un tercio de la población estuviera formada por gobernantes. Sin embargo, a pesar de que la teoría de las élites no ha añadido nada a las ideas de Platón, según David Rothkopf, solo alrededor del 0,000000875% de nosotros terminamos siendo “guardianes” filósofos.

Se nos dice que esto es simplemente la consecuencia inevitable de la meritocracia. No existe tal cosa como la conspiración.

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Entendiendo a la clase parasitaria

Si realmente queremos entender a la clase parasitaria, podemos empezar retrocediendo unos dos mil quinientos años, hasta el filósofo y erudito griego Aristóteles (c. 384-322 a. C.).

Aristóteles, discípulo de Platón, describió las formas “verdaderas” de gobierno como la “monarquía” (el gobierno de uno solo), la “aristocracia” (el gobierno de unos pocos) y la “política” (el gobierno de muchos). Cada una de ellas podía gobernar eficazmente en pos del “interés común”, afirmó, pero también afirmó que cada una podía ser “pervertida” por el “interés privado”.

Una monarquía podía pervertirse y convertirse en una “tiranía” (que Aristóteles consideraba la peor forma posible de gobierno), una aristocracia podía degenerar en una “oligarquía” (oligarchia) y el sistema político podía corromperse lo suficiente como para degenerar en una “democracia”.

Aristóteles sugirió que el gobierno solía estar pervertido por el “interés privado”, por lo que lo más probable era que fuera una oligarquía o una democracia.

La distribución de la riqueza, y más importante aún, el poder político que ésta podía comprar, era clave para el concepto de Aristóteles de oligarquías y democracias:

La verdadera diferencia entre democracia y oligarquía es la pobreza y la riqueza. Allí donde los hombres gobiernan en virtud de su riqueza, sean pocos o muchos, hay una oligarquía, y allí donde gobiernan los pobres, hay una democracia.

Añadió: La oligarquía es cuando los hombres propietarios tienen el gobierno en sus manos; la democracia es lo opuesto, cuando los indigentes, y no los hombres propietarios, son los gobernantes.

La aparente noción de “democracia” de Aristóteles (recopilada, por cierto, a partir de los restos de su trabajo sobre la Constitución ateniense) no era democracia en absoluto. Era algo más cercano a la “democracia representativa”, que se parece más al gobierno de la turba.

Incluso sin la influencia de los “oligarcas”, el gobierno de las turbas es precisamente lo que obtenemos de nuestros delirios modernos sobre la “democracia”. Cuando un grupo suficientemente grande de nosotros “elige” a nuestra pandilla favorita, ellos hacen la ley. Supuestamente lo hacen en nombre de la multitud gobernante. Luego imponen “la voluntad del pueblo” con amenazas de violencia contra cualquiera que no la cumpla.


Gobierno de las turbas

Para comprender qué es la verdadera “democracia”, a diferencia de la interpretación errónea aristotélica, que es lo que imaginamos que es, debemos remontarnos más de 150 años antes de Aristóteles, al reformista político griego Clístenes (c. 570–508 a. C.), quien estableció una genuina “demokratia”.

La democracia (demokratia), a diferencia de la “democracia representativa”, significa un gobierno con juicio con jurado, en el que jurados elegidos al azar entre el pueblo son a la vez la legislatura suprema y el árbitro final de la justicia, al aplicar la ley natural. La demokratia es genuinamente el gobierno del “pueblo”, no de políticos, jueces u “oligarcas”.

Me estoy desviando del tema, pero el punto es que, si bien Aristóteles hizo muchas observaciones reveladoras sobre los sistemas políticos, estaba criticando un tipo de “democracia” similar a la que tenemos que soportar hoy, no la “verdadera” demokratia.


Si avanzamos un siglo más o menos desde Aristóteles hasta el historiador griego Polibio (c. 200-118 a. C.), que luchó con las contradicciones que se encuentran en la “Política” de Aristóteles, obtenemos una visión muy sombría del ejercicio del poder. Polibio afirmó que el poder otorgado por la riqueza corrompe todos los sistemas políticos. De manera similar a la teoría de la circulación de las élite de Vilfredo Pareto, esto conduce a la revolución de las estructuras políticas.

Las monarquías se convierten en tiranías que gobiernan por la fuerza y ​​no por la razón. Esto lleva a las aristocracias a tomar el poder, que luego se corrompen y se vuelven injustas. Así surgen las democracias, pero también ellas son pervertidas por la riqueza y se convierten en “democracias extremas” dirigidas por demagogos. En última instancia se crea un nuevo tipo de monarquía: el Tercer Reich, por ejemplo.

La historia política, la teoría de las élites y la ciencia política revelan que los oligarcas nos gobiernan. No “elegimos” a ninguno de ellos, nunca lo hemos hecho y la idea de que alguno de nosotros haya vivido alguna vez en una democracia real es una ficción.

Hace más de 2.500 años se planteó la pregunta: ¿debería el poder de un grupo privilegiado de personas superar con creces su tamaño como porcentaje de la población? La respuesta más o menos inmediata, de Platón y otros, fue un rotundo “sí”. Desde entonces, según la academia “convencional” y un grupo de comentaristas especialmente seleccionados, con excepción de los marxistas y los anarquistas, la pregunta nunca ha vuelto a plantearse.

El marxismo y, en particular, el anarquismo son tabú y eso tiene su razón de ser. Lo que nos queda ha dejado de ser una simple afirmación normativa para pasar a ser argumentos empíricos. Todas esas reflexiones teóricas se basan en la presunción fundamental de que las estructuras jerárquicas son una necesidad ineludible de la sociedad humana y que éstas deben conducir “inevitablemente” a oligarquías.

Nada de esto es un hecho irrebatible. Todo es simplemente una opinión que, casualmente, sirve a los intereses de los oligarcas que han financiado el mundo académico durante milenios.

Etienne de La Boétie (1530–1563) señaló que el poder político no es producto de la meritocracia, sino que suele ser el resultado de algún tipo de conquista, ya sea a manos de una potencia extranjera, un golpe interno o mediante el uso de “medidas políticas de emergencia” en respuesta a alguna crisis percibida. Se recurre constantemente a la fuerza, que invariablemente da como resultado la centralización del poder en un grupo selecto o un “líder”.

Aceptamos este despotismo, no porque no nos guste la idea de la libertad, sino porque nos hemos acostumbrado a ser gobernados y esperamos serlo.

En la vida solo hay dos certezas, ¿no? ¡La muerte y los impuestos!

Pero una de ellas no es en absoluto cierta. Simplemente creemos que es así porque quienes siempre nos han cobrado impuestos nos han enseñado a creerlo. La Boétie señaló que ellos han manipulado nuestro consentimiento.

Esta obediencia permite a nuestros gobernantes utilizar con mayor facilidad la retórica para convencernos de que aceptemos todo tipo de parodias. Etienne de La Boétie observó: Los gobernantes [...] nunca emprenden una política injusta, incluso una de cierta importancia, sin precederla de algún bonito discurso sobre el bienestar público y el bien común.

El economista francés Claude-Frédéric Bastiat (1801-1850) se preguntó si el orden social sugerido era en realidad algún tipo de orden, preguntando: “¿No es cierto que lo más notable en la sociedad es la ausencia de todo orden?”.

Antes de la pseudopandemia, las corporaciones farmacéuticas de los oligarcas, promovidas por los gobiernos como nuestras salvadoras en la llamada crisis que las organizaciones de los oligarcas y las instituciones académicas declararon, fueron todas declaradas culpables de fraude médico, científico y financiero. Esas sentencias no tuvieron ningún impacto sobre ellas. Cuando recibieron instrucciones del gobierno y de los medios de comunicación propiedad de los oligarcas, la gente hizo cola para que les inyectaran las pociones experimentales de los oligarcas, elaboradas por algunas de las organizaciones más poco fiables del planeta.

El sistema monetario y financiero internacional está supervisado por un banco (Banco de Pagos Internacionales, Bank for International Settlements, BIS) que, según se sabe, blanqueó el oro nazi robado a los judíos durante el Holocausto. Los criminales de guerra, que mintieron para engañar tanto al público como a las legislaturas, con el fin de apoyar guerras ilegales ,que mataron a millones de personas, suelen pronunciar discursos bien recibidos en eventos de gala y son a menudo agasajados por los medios de comunicación de los oligarcas mientras continúan brindándonos sus “consejos”.

Los oligarcas, que dirigen este sistema global, inician guerras, prestan el dinero (que han conseguido de la nada) a las naciones combatientes y luego se lanzan sobre las consecuencias (con sus corporaciones bancarias y sus “planes de reestructuración de la deuda”) para acaparar todos los activos restantes por unos céntimos. Después obligan a los mismos países a gastar el dinero que les prestaron en contratos de reconstrucción ridículamente caros, permitiendo así que sus corporaciones de ingeniería se beneficien de la reconstrucción de la nación que destruyeron con sus corporaciones armamentísticas.

¿Qué clase de orden es ése? ¿Dónde está el supuesto imperio de la ley?


¿Oligarquía inevitable?

Aristóteles consideraba que una norma jurídica era una “virtud”. Para que tuviera valor, pensaba que debía ser moral, capaz de administrar justicia equitativa a todos. También debía ser flexible y capaz de adaptarse a circunstancias cambiantes: Hay dos partes del buen gobierno: una es la obediencia real de los ciudadanos a las leyes, la otra parte es la bondad de las leyes que obedecen.

Al igual que Aristóteles, Bastiat reconoció que la ley significa más que palabras escritas en trozos de papel. Sin embargo, cuestionó la suposición de que, sin la ley de gobierno, la humanidad comenzaría a violarse, saquearse y matarse entre sí sin control: La resistencia a tales actos se manifestaría de hecho incluso si faltaran leyes específicas contra ellos [...] esta resistencia es una ley general de la humanidad [...] Hay una gran distancia entre un orden social fundado en las leyes generales de la humanidad y un orden artificial, inventado, que no tenga en cuenta esas leyes o las niegue o las desprecie; un orden, en una palabra, como el que algunas de nuestras escuelas de pensamiento modernas pretenden imponernos.

Estas “leyes generales de la humanidad” forman la base de nuestras interacciones sociales. Se trata de la Ley Natural que todos obedecemos de manera innata, independientemente de las leyes adicionales “inventadas”, escritas por los gobiernos en nombre de los oligarcas.

Lysander Spooner (1808 – 1887) explicó por qué la Ley Natural es todo lo que necesitamos para vivir en paz: A lo largo de todos los tiempos, hasta donde nos informa la historia, dondequiera que la humanidad ha intentado vivir en paz con los demás, tanto los instintos naturales como la sabiduría colectiva de la raza humana han reconocido y prescrito, como condición indispensable, la obediencia a esta única obligación universal: a saber, que cada uno debe vivir siendo honesto con los demás. La antigua máxima resume el deber legal de un hombre hacia sus semejantes en esto simplemente: “Ser honesto, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que le corresponde”. Toda esta máxima se expresa realmente en una sola palabra: vivir honestamente, ya que vivir honestamente es no dañar a nadie y dar a cada uno lo que le corresponde.

Basta con observar los acontecimientos mundiales para comprender que el gobierno de los oligarcas no genera ni paz ni justicia. Es un “orden social” inútil que, si es que existe, nadie necesita. Es un supuesto “orden” del que sólo se benefician los oligarcas.

También podemos estudiar los principios de la Ley Natural para darnos cuenta de que las leyes escritas del gobierno, que forman el llamado “sistema legal”, no se ocupan de la justicia moral. Simplemente protegen los intereses de los oligarcas y se utilizan para subyugarnos (guerra legal). Pero ya tenemos la Ley Natural y no necesitamos esas “reglas”.

Sabemos también que lo que llamamos “democracia” no es demokratia. Es perfectamente posible que creemos un “orden social” en el que impere la ley natural, administrada por nosotros, recurriendo al juicio por jurado cuando sea necesario.

¿Dónde está entonces la supuesta necesidad de que gobiernen los oligarcas? Los teóricos de la élite sostienen que las organizaciones a gran escala no funcionarán a menos que los oligarcas no les proporcionen los recursos que necesitan. Esto es un completo disparate.

El filósofo escocés de la ley natural Adam Smith (1723-1790) explicó en “ La riqueza de las naciones” cómo el deseo humano de servir a su propio interés, frente a la competencia de los demás, condujo a una estructura económica que no necesitaba que se le impusiera ningún orden. La naturaleza humana era la “mano invisible” que creaba el orden espontáneo en los mercados libres.

Adam Ferguson (1723-1816), filósofo de la Ilustración escocesa y compañero de Smith, señaló que el orden espontáneo era “el resultado de la acción humana, pero no del diseño humano”. Más tarde, el economista Friedrich Hayek (F. A. Hayak, 1899-1992), basándose en la idea del orden espontáneo, exploró la posibilidad de que la fijación de precios en un mercado libre competitivo sea un medio de comunicación.

El precio “señalaba” tanto al productor como al consumidor los cambios en los costos subyacentes de los materiales y la producción. Sin que los oligarcas interfirieran en el proceso, esto permitió que los seres humanos cooperaran y produjeran los sistemas altamente complejos que conocemos hoy, sin ningún control por parte de una oligarquía superflua.

El orden espontáneo es una realidad, como lo ejemplifica el maravilloso ensayo de 1958 “I Pencil” de Leonard E. Read (1898–1983), que más tarde elogió el economista Milton Friedman (1912–2006).

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En “I Pencil”, Read analizó cómo se fabrica el humilde lápiz. El proceso de fabricación requiere una vasta red global. Sin embargo, en ninguna parte de esta extensa cadena de suministro internacional se obliga a nadie a hacer nada.

Desde la perspectiva en primera persona del lápiz, Read escribió: Ni el trabajador del yacimiento petrolífero, ni el químico, ni el que extrae grafito o arcilla, ni el que maneja o fabrica los barcos, trenes o camiones, ni el que maneja la máquina que hace el moleteado de mi trozo de metal, ni el presidente de la compañía realizan su singular tarea porque me quieren [...] Su motivación es otra… no soy yo. Tal vez sea algo así: cada uno de esos millones de personas ve que puede así intercambiar su minúsculo conocimiento por los bienes y servicios que necesita o quiere. [...] Hay un hecho aún más asombroso: la ausencia de una mente maestra, de alguien que dicte o dirija por la fuerza estas innumerables acciones que me traen al ser. No se puede encontrar ni rastro de una persona así. En cambio, encontramos a la Mano Invisible en acción.

Así es como funciona la mayor parte de nuestra “economía global”. A quienes, como los teóricos de la élite y los oligarcas, dicen que el orden espontáneo es imposible, les podemos decir con seguridad: sabemos que funciona porque lo utilizamos todos los días. Así es como funcionan ya la mayoría de las interacciones humanas.

¿Qué es, entonces, esa ridícula idea de que necesitamos un grupo de barones ladrones violentos que acaparen todos los recursos para poder controlar cuándo y dónde se nos permite usarlos? ¿En qué planeta es “inevitable” que una pequeña camarilla de gobernantes totalmente autoproclamados tenga que comandar no sólo la economía del planeta y su sistema monetario, sino también sus redes de distribución y procesos políticos?

Imaginemos la explosión de la innovación tecnológica si la investigación y el desarrollo no estuvieran controlados por los oligarcas. Pensemos en los avances genuinos en medicina y atención sanitaria si los oligarcas no fueran dueños de todo el sector y no lo manejaran para sus propios fines. Pensemos en las soluciones que encontraríamos a los numerosos problemas que enfrentamos si los académicos, científicos, ingenieros, filósofos, arquitectos, profesores, constructores, periodistas y todos los demás en la sociedad tuvieran libertad para explorar sus intereses, sus pasiones y sus talentos sin tener que trabajar en pos de una agenda artificial creada para servir a las ambiciones de la clase parasitaria.

A pesar de todo lo que nos han hecho y siguen haciéndonos, no tenemos derecho a dañar a los oligarcas. Allí donde se han cometido delitos, ellos deben enfrentarse a la justicia, igual que el resto de nosotros. Pero esa justicia debe ser mejor que cualquier justicia que pudiéramos esperar de ellos. De lo contrario, ¿qué hemos logrado?

La mayor mentira que hemos aceptado es que los oligarcas son especiales, que pertenecen a la “élite”. No lo son, son simplemente seres humanos exactamente iguales al resto de nosotros, con las mismas cualidades y defectos.

Aristóteles y Polibio comprendieron que el problema es, y siempre ha sido, que la gran riqueza empodera políticamente a las personas. Cuando las personas inmensamente ricas actúan en su propio interés, ¿cuál es su propósito? No puede ser simplemente acumular más riqueza. ¿Por qué quieres más de algo que ya tienes en excesiva abundancia?

Los intereses personales de los oligarcas se benefician al ampliar su poder. Esto no es un argumento contra la riqueza, sino contra un sistema político dirigido por aquellos cuyo objetivo principal es controlar y explotar a todos los demás.

Colectivamente, somos igualmente responsables de la opresión que sufrimos a manos de los oligarcas. Les hemos permitido pasivamente gobernar tras bambalinas sabiendo perfectamente que estaban allí.

No podemos eximirnos de nuestra responsabilidad por lo que han hecho. Tampoco podemos eludir la responsabilidad de poner fin al sistema pernicioso de la clase parasitaria, como tampoco podemos exculparnos de nuestro deber de construir algo mejor.

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