Pregunta 3: La purga de intelectuales antibelicistas
En
la década de 1940 hubo una purga de intelectuales y expertos
antibelicistas similar a la purga de críticos de la política
estadounidense en las redes sociales hoy en día. ¿Puede explicar
brevemente lo que ocurrió, quién fue el objetivo y si la primera
enmienda debe aplicarse en tiempos de crisis nacional?
Ron
Unz: Alrededor del año 2000 comencé un proyecto para
digitalizar los archivos de muchas de nuestras publicaciones más
importantes de los últimos 150 años y me
quedé asombrado al descubrir que algunas de nuestras figuras más
influyentes de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial
habían "desaparecido" tan completamente que nunca había
oído hablar de ellas. Esto
desempeñó un papel importante en mis crecientes sospechas de que la
narrativa estándar que siempre había aceptado era falsa
y más tarde describí la situación utilizando la analogía de las
notorias mentiras históricas de la antigua Unión Soviética:
A
veces me imaginaba a mí mismo como un joven y serio investigador
soviético de los años setenta que empezara a escarbar en los
mohosos archivos del Kremlin, olvidados desde hacía mucho tiempo e
hiciera algunos descubrimientos asombrosos. Al parecer, Trotsky no
era el famoso espía y traidor nazi que se describe en todos los
libros de texto, sino que había sido la mano derecha del propio
Lenin durante los gloriosos días de la gran revolución bolchevique
y durante algunos años después había permanecido en las filas más
altas de la élite del Partido. ¿Y quiénes eran esas otras figuras
(Zinóviev, Kámenev, Bujarin, Rykov) que también pasaron esos
primeros años en lo más alto de la jerarquía comunista? En los
cursos de historia apenas habían merecido unas pocas menciones, como
agentes capitalistas menores que fueron rápidamente desenmascarados
y pagaron su traición con la vida. ¿Cómo pudo el gran Lenin, padre
de la Revolución, ser tan idiota de haberse rodeado casi
exclusivamente de traidores y espías?
Pero a diferencia
de sus análogos estalinistas de un par de años antes, las víctimas
estadounidenses que desaparecieron en torno a 1940 no fueron
fusiladas ni enviadas al Gulag, sino simplemente excluidas de los
principales medios de comunicación que definen nuestra realidad,
siendo así borradas de nuestra memoria para que las generaciones
futuras olvidaran poco a poco que habían vivido alguna vez.
Un
ejemplo destacado de tal estadounidense "desaparecido" fue
el periodista John T. Flynn, probablemente casi desconocido
hoy en día, pero cuya estatura había sido enorme en otro tiempo.
Como escribí el año pasado
(https://www.unz.com/runz/american-pravda-our-great-purge-of-the-1940s/
).
Así que imaginen mi sorpresa al descubrir que a lo
largo de la década de 1930 había sido una de las voces liberales
más influyentes de la sociedad estadounidense, un escritor sobre
economía y política cuyo estatus podría haberse aproximado al de
Paul Krugman, aunque con un fuerte matiz escandaloso. Su
columna semanal en The New Republic le permitió servir
de referente para las élites progresistas de Estados Unidos,
mientras que sus apariciones regulares en Colliers, un
semanario ilustrado de gran tirada, que llegaba a muchos millones de
estadounidenses, le proporcionaron una plataforma comparable a la de
una gran personalidad televisiva en el apogeo posterior de las
cadenas de televisión.
Hasta cierto punto la importancia
de Flynn puede cuantificarse objetivamente. Hace unos años, mencioné
por casualidad su nombre a una mujer liberal, culta y comprometida,
nacida en la década de 1930, y como era de esperar se quedó
completamente en blanco, pero se preguntó si no se habría parecido
un poco a Walter Lippmann, el famosísimo columnista de
aquella época. Cuando lo comprobé, vi que entre los cientos de
publicaciones periódicas de mi sistema de archivo sólo había 23
artículos de Lippmann de los años 30, pero 489 de Flynn.
Un
paralelismo estadounidense aún más fuerte con Taylor fue el del
historiador Harry Elmer Barnes, una figura casi desconocida
para mí, pero en su época un académico de gran influencia y
estatura.
Imagínense mi sorpresa al descubrir más tarde
que Barnes había sido en realidad uno de los primeros colaboradores
habituales de Foreign Affairs, siendo el principal
revisor de libros de esa venerable publicación desde su fundación
en 1922, mientras que su estatura como uno de los principales
académicos liberales de Estados Unidos estaba indicada por sus
numerosas apariciones en The Nation y The New Republic
a lo largo de esa década. De hecho se le atribuye haber desempeñado
un papel fundamental en la "revisión" de la historia de la
Primera Guerra Mundial, para eliminar la imagen
caricaturesca de la incalificable maldad alemana, que
quedó como legado de la deshonesta propaganda bélica producida por
los gobiernos opuestos británico y estadounidense. Y su talla
profesional quedó demostrada por sus treinta y cinco o más libros,
muchos de ellos influyentes volúmenes académicos, junto con sus
numerosos artículos en The American Historical Review,
Political Science Quarterly y otras destacadas
revistas.
Hace unos años
mencioné por casualidad a Harry Elmer Barnes a un eminente
académico estadounidense, cuyo enfoque general en ciencias políticas
y política exterior era bastante similar y, sin embargo, el nombre
no significaba nada para él. A finales de la década de 1930 Barnes
se había convertido en uno de los principales críticos de la
propuesta de implicación de Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial y como consecuencia de ello fue "desaparecido"
permanentemente, vetado de todos los medios de comunicación
convencionales, mientras que una importante cadena de periódicos fue
fuertemente presionada para que pusiera fin abruptamente a su columna
nacional sindicada de larga duración, en mayo de 1940.
Muchos
de los amigos y aliados de Barnes cayeron en la misma purga
ideológica, que él describió en sus propios escritos y que
continuó tras el final de la guerra.
Más de una docena
de años después de desaparecer de nuestros medios de comunicación
nacionales, Barnes se las arregló para publicar Perpetual War
for Perpetual Peace (Guerra perpetua por paz perpetua),
una extensa colección de ensayos escritos por académicos y otros
expertos, que discutían las circunstancias que rodearon la entrada
de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y consiguió que una
pequeña imprenta de Idaho la produjera y distribuyera. Su propia
contribución fue un ensayo de 30.000 palabras titulado "Revisionism
and the Historical Blackout" ("El revisionismo y
el apagón histórico"), en el que analizaba los tremendos
obstáculos a los que se enfrentaron los pensadores disidentes de
aquel periodo.
El propio libro estaba dedicado a la
memoria de su amigo el historiador Charles A. Beard. Desde los
primeros años del siglo XX Beard había sido una figura intelectual
de gran talla e influencia, cofundador de la New
School de Nueva York y presidente de la American
Historical Association y de la American
Political Science Association. Como uno de los
principales defensores de las políticas económicas del New Deal sus
opiniones fueron abrumadoramente elogiadas.
Sin embargo,
una vez que se volvió contra la belicosa política exterior de
Roosevelt, los editores le cerraron las puertas y sólo su amistad
personal con el director de la Yale
University Press permitió que su crítico volumen de
1948 President Roosevelt and the Coming of the War, 1941
(El
presidente Roosevelt y la llegada de la guerra,
1941) apareciera siquiera impreso. La reputación estelar de
Beard parece haber iniciado un rápido declive a partir de ese
momento, de modo que en 1968 el historiador Richard Hofstadter
podía escribir: "Hoy la reputación de Beard se alza como
una imponente ruina en el paisaje de la historiografía
estadounidense. Lo que una vez fue la casa más grandiosa de la
provincia es ahora unos vestigios devastados". De
hecho la antaño dominante "interpretación económica de la
historia" de Beard casi podría tacharse hoy en día de
promover "peligrosas teorías conspirativas" y
sospecho que pocos no historiadores han oído hablar de él.
Otro
de los principales colaboradores del volumen de Barnes fue William
Henry Chamberlin, que durante décadas había figurado entre los
principales periodistas de política exterior de Estados Unidos, con
más de 15 libros en su haber, la mayoría de ellos amplia y
favorablemente reseñados. Sin embargo America's Second
Crusade, su análisis crítico de 1950 sobre la entrada de
Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, no consiguió encontrar
un editor convencional y cuando apareció fue ampliamente ignorado
por los críticos. Antes de su publicación su firma había aparecido
regularmente en las revistas nacionales más influyentes, como The
Atlantic Monthly y Harpers. Pero después sus
escritos se limitaron casi exclusivamente a boletines y publicaciones
periódicas de pequeña tirada, dirigidos a un reducido público
conservador o libertario.
En estos días de Internet
cualquiera puede crear fácilmente un sitio web para publicar sus
opiniones, poniéndolas así inmediatamente a disposición de todo el
mundo. Las redes sociales, como Facebook y Twitter, pueden hacer
llegar material interesante o polémico a millones de personas con un
par de clics de ratón, sin necesidad de intermediarios establecidos.
Nos resulta fácil olvidar lo extremadamente difícil que era la
difusión de ideas disidentes en los tiempos de la imprenta, el papel
y la tinta y reconocer que un individuo expulsado de su medio
habitual podría necesitar muchos años para recuperar cualquier
punto de apoyo significativo para la distribución de su
trabajo.
Escribí estas últimas palabras en junio de 2018
y, por irónico que parezca, las purgas generalizadas en las redes
sociales y la prohibición en la sombra pronto envolvieron a muchos
disidentes actuales, reduciendo en gran medida su capacidad para
distribuir sus
ideas.
https://www.unz.com/runz/american-pravda-our-great-purge-of-the-1940s/
https://www.unz.com/runz/why-everything-you-know-about-world-war-ii-is-wrong/
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