https://www.unz.com/runz/american-pravda-understanding-world-war-ii/
Pat
Buchanan y "la guerra innecesaria"
A
finales de 2006 se puso en contacto conmigo Scott McConnell,
editor de The American Conservative (TAC),
quien me dijo que su pequeña revista estaba a punto de cerrar si no
recibía una gran inyección económica. Yo mantenía una relación
amistosa con McConnell desde 1999 y apreciaba mucho que él y sus
cofundadores de TAC hubieran sido un foco de oposición a la
calamitosa política exterior estadounidense de principios de la
década de 2000.
Tras el 11-S,
los neoconservadores centrados en Israel se las habían arreglado
para hacerse con el control de la
Administración Bush,
al tiempo que se hacían con el control
absoluto de los principales medios de comunicación estadounidenses,
purgando o intimidando a la mayoría
de sus críticos. Aunque estaba claro que Sadam
Husein no tenía ninguna relación con los atentados,
su condición de posible rival regional
de Israel le había convertido en su principal
objetivo y pronto empezaron a hacer sonar los tambores de guerra,
hasta que Estados Unidos lanzó finalmente su desastrosa invasión en
marzo de 2003.
Entre
las revistas impresas,
TAC estaba casi sola en la oposición incondicional a estas políticas
y había atraído considerable atención cuando el editor fundador
Pat Buchanan publicó "¿La guerra de quién?",
señalando con el dedo acusador directamente a los neoconservadores
judíos responsables,
una verdad muy ampliamente reconocida en los círculos políticos y
mediáticos pero casi nunca expresada públicamente. David Frum,
uno de los principales promotores de la guerra de Irak,
había publicado casi simultáneamente un artículo de portada en
National Review en el que denunciaba como
"antipatriotas" (y
quizás "antisemitas")
a una larga lista de críticos de la guerra conservadores,
liberales y libertarios,
con Buchanan a la cabeza… y la polémica y los insultos continuaron
durante algún tiempo.
Dada esta historia reciente,
me preocupaba que la desaparición de TAC pudiera dejar un peligroso
vacío político y,
estando entonces en una posición financiera relativamente fuerte,
acepté rescatar la revista y convertirme en su nuevo propietario.
Aunque estaba demasiado ocupado con mi propio trabajo de software
como para participar directamente,
McConnell me nombró editor,
probablemente con la esperanza de comprometerme con la supervivencia
de su revista y asegurar futuras aportaciones financieras. Mi cargo
era meramente nominal y en los años siguientes,
aparte de firmar cheques adicionales,
mi única participación consistió en una llamada de cinco minutos
cada lunes por la mañana para ver cómo iban las
cosas.
Aproximadamente un año después de que empezara a
apoyar a la revista,
McConnell me informó de que se estaba gestando una crisis
importante. Aunque Pat Buchanan había roto sus lazos directos con la
publicación unos años antes,
era con diferencia la figura más conocida asociada a TAC,
de modo que seguía siendo amplia (aunque erróneamente) conocida
como "la revista de Pat Buchanan". Pero ahora McConnell
había oído que Buchanan planeaba publicar un nuevo libro que
supuestamente glorificaba
a Adolf Hitler y denunciaba la participación de Estados Unidos en la
guerra mundial para derrotar la amenaza nazi. Promover creencias tan
extrañas seguramente condenaría la carrera de Buchanan,
pero el TAC ya estaba siendo atacado continuamente por activistas
judíos y la consiguiente culpabilidad
"neonazi" por
asociación podría
fácilmente hundir también a la revista.
Desesperado
McConnell había decidido proteger su publicación solicitando una
crítica muy hostil al historiador conservador John Lukacs,
lo que aislaría a TAC del desastre que se avecinaba. Dado mi papel
actual como financiador y editor de TAC,
buscó naturalmente mi aprobación en esta dura ruptura con su propio
mentor político. Le dije que el libro de Buchanan sonaba ciertamente
ridículo y que su propia estrategia defensiva era bastante razonable
y rápidamente volví a los problemas a los que me enfrentaba en mi
propio proyecto de software,
que lo consumía todo.
Aunque había sido algo amigo de
Buchanan durante una docena de años más o menos y admiraba
enormemente su valentía al oponerse a los neoconservadores en
política exterior,
no me sorprendió demasiado oír que podría estar preparándose para
publicar un libro que promovía algunas ideas bastante extrañas.
Pocos años antes había publicado La muerte de Occidente,
que se convirtió en un inesperado éxito de ventas. Después de que
mis amigos del TAC hablaran maravillas de su brillantez decidí
leerlo y me llevé una gran decepción. Aunque Buchanan había citado
generosamente un fragmento de mi propio comentario de portada
"California y el fin de la América blanca",
me pareció que había malinterpretado por completo lo que yo quería
decir y el libro en general me pareció un tratamiento bastante pobre
y retóricamente derechista de las complejas cuestiones de la
inmigración y la raza,
temas en los que me había centrado mucho desde principios de los
años noventa. Así que,
dadas las circunstancias,
no me sorprendió que el mismo autor publicara ahora un libro igual
de tonto sobre la Segunda Guerra Mundial,
causando quizá graves problemas a sus antiguos colegas del TAC.
Meses después,
aparecieron tanto la historia de Buchanan como la hostil reseña del
TAC y,
como era de esperar,
estalló una agria polémica. Las principales publicaciones habían
ignorado en gran medida el libro,
pero pareció recibir enormes elogios de escritores alternativos,
algunos de los cuales denunciaron ferozmente al TAC por haberlo
atacado. De hecho la respuesta fue tan unilateral que cuando
McConnell descubrió que un bloguero totalmente desconocido,
en algún lugar,
había coincidido con su propia valoración negativa,
difundió inmediatamente esos comentarios en un intento desesperado
de reivindicación. Colaboradores veteranos de TAC cuyos
conocimientos de historia yo respetaba mucho,
entre ellos Eric Margolis y William Lind,
habían elogiado el libro,
así que finalmente me picó la curiosidad y decidí encargar un
ejemplar y leerlo por mí mismo.
Me sorprendió descubrir
una obra muy diferente de lo que esperaba. Nunca había prestado
demasiada atención a la historia estadounidense del siglo XX y mis
conocimientos de la historia europea de esa misma época eran sólo
ligeramente mejores,
por lo que mis puntos de vista eran entonces en su mayoría bastante
convencionales,
habiendo sido formados por mis cursos de Historia nivel uno y lo que
había recogido en décadas de lectura de mis diversos periódicos y
revistas. Pero dentro de ese marco la historia de Buchanan parecía
encajar con bastante comodidad.
La primera parte de su
volumen ofrecía lo que yo siempre había considerado la visión
estándar de la Primera
Guerra Mundial. En su relato de los acontecimientos
Buchanan explicaba cómo la compleja red de alianzas entrelazadas
había conducido a una conflagración gigantesca,
aunque ninguno de los líderes existentes había buscado realmente
ese resultado: un enorme polvorín europeo
se había encendido por la
chispa de un asesinato en Sarajevo.
Pero
aunque su relato era lo que yo esperaba,
aportó una gran cantidad de detalles interesantes que hasta entonces
desconocía. Entre otras cosas,
argumentó persuasivamente que la culpa alemana de la guerra era algo
menor que la de la mayoría de los demás participantes,
señalando también que,
a pesar de la interminable propaganda en torno al "militarismo
prusiano",
Alemania no había librado una guerra importante en 43 años,
un historial ininterrumpido de paz considerablemente mejor que el de
la mayoría de sus adversarios. Además un acuerdo militar secreto
entre Gran Bretaña y Francia había sido un factor crucial en la
involuntaria escalada y aun así casi la mitad del Gabinete británico
había estado a punto de dimitir en oposición a la declaración de
guerra contra Alemania,
una posibilidad que probablemente habría desembocado en un conflicto
breve y limitado confinado al Continente. También había visto pocas
veces que se hiciera hincapié en que Japón había sido un aliado
británico crucial y que los alemanes probablemente habrían ganado
la guerra si Japón hubiera luchado en el otro bando.
Sin
embargo el grueso del libro se centraba en los acontecimientos que
condujeron a la Segunda Guerra Mundial y ésta era la parte que había
inspirado tanto horror a McConnell y sus colegas. Buchanan describió
las escandalosas disposiciones del
Tratado de Versalles impuestas a una Alemania postrada
y la determinación de todos los
dirigentes alemanes posteriores de corregirlas. Pero
mientras que sus predecesores democráticos de Weimar habían
fracasado,
Hitler había conseguido triunfar en gran medida mediante un farol,
al tiempo que se anexionaba la Austria alemana y los Sudetes alemanes
de Checoslovaquia,
en ambos casos con el apoyo abrumador de sus poblaciones.
Buchanan
documentó esta controvertida tesis basándose en numerosas
declaraciones de destacadas figuras políticas contemporáneas,
en su mayoría británicas,
así como en las conclusiones de historiadores de la corriente
dominante muy respetados. La exigencia final de Hitler,
que el 95% de la ciudad alemana de Danzig fuera devuelta a Alemania
tal y como deseaban sus habitantes,
era absolutamente razonable y sólo un terrible error diplomático de
los británicos había llevado a los polacos a rechazar la petición,
provocando así la guerra. La extendida
afirmación posterior de que Hitler pretendía conquistar el mundo
era totalmente absurda y en realidad el líder alemán
había hecho todo lo posible por evitar la guerra con Gran Bretaña o
Francia. De hecho,
en general Hitler se mostraba bastante amistoso con los polacos y
había estado esperando reclutar a Polonia como aliado alemán contra
la amenaza de la Unión Soviética de Stalin.
Aunque
muchos estadounidenses se habrían escandalizado ante este relato de
los acontecimientos que condujeron al estallido de la Segunda Guerra
Mundial,
la narración de Buchanan concordaba razonablemente bien con mi
propia impresión de aquel período. Como estudiante de primer año
de Harvard,
había asistido a un curso introductorio de historia y uno de los
principales textos obligatorios sobre la Segunda Guerra Mundial había
sido el de A. J. P. Taylor,
un reputado historiador de la Universidad de Oxford. Su famosa obra
de 1961 Orígenes de la Segunda Guerra Mundial había
expuesto de forma muy persuasiva un argumento bastante similar al de
Buchanan y yo nunca había encontrado ninguna razón para cuestionar
el juicio de mis profesores,
que me lo habían trasmitido. Así que si Buchanan parecía
simplemente secundar las opiniones de un destacado profesor de Oxford
y de miembros de la facultad de Historia de Harvard,
no entendía muy bien por qué su nuevo libro se consideraba fuera de
lugar.
Es cierto que
Buchanan también incluyó una crítica muy dura de Winston
Churchill,
catalogando una larga lista de sus supuestas políticas desastrosas y
reveses políticos y asignándole una buena parte de la culpa de la
participación de Gran Bretaña en ambas guerras mundiales,
decisiones fatídicas que,
en consecuencia,
condujeron al colapso del Imperio Británico. Pero aunque mi
conocimiento de Churchill era demasiado escaso para emitir un
veredicto,
el caso que presentó para la acusación parecía razonablemente
sólido. Los neoconservadores ya odiaban a Buchanan y puesto que
adoraban notoriamente a Churchill como a un superhéroe de dibujos
animados,
cualquier tormenta de críticas procedente de esos sectores no sería
de extrañar. Pero el libro en general me pareció una historia muy
sólida e interesante,
el mejor trabajo de Buchanan que había leído nunca,
y le di amablemente mi evaluación favorable a McConnell,
que obviamente se sintió bastante decepcionado. No mucho después,
decidió ceder su puesto de editor del TAC a Kara Hopkins,
su adjunta desde hacía tiempo,
y la oleada de vilipendios que había sufrido recientemente por parte
de muchos de sus antiguos aliados buchananistas seguramente
contribuyó a ello.
La purga de nuestros principales
historiadores y periodistas
Aunque mi conocimiento
de la historia de la Segunda Guerra Mundial era bastante rudimentario
en 2008,
durante la década siguiente me embarqué en una gran cantidad de
lecturas sobre la historia de esa época trascendental y mi juicio
preliminar sobre la corrección de la tesis de Buchanan parecía
fuertemente secundado.
El reciente 70 aniversario del
estallido del conflicto,
que consumió tantas decenas de millones de vidas,
provocó naturalmente numerosos artículos históricos y el debate
resultante me llevó a desenterrar mi viejo ejemplar del breve
volumen de Taylor,
que releí por primera vez en casi cuarenta años. Lo encontré tan
magistral y persuasivo como en mis tiempos de estudiante
universitario y los elogiosos comentarios de la portada sugerían
parte de la aclamación inmediata que había recibido la obra. The
Washington Post alabó al autor como "el historiador
vivo más destacado de Gran Bretaña",
World Politics lo calificó de "poderosamente
argumentado,
brillantemente escrito y siempre persuasivo",
The New Statesman,
la principal revista británica de izquierdas,
lo describió como "una obra maestra: lúcido,
compasivo,
bellamente escrito",
y el venerable Times Literary Supplement lo caracterizó
como "sencillo,
devastador,
superlativamente legible y profundamente perturbador". Como
best-seller internacional es sin duda la obra más famosa de Taylor y
puedo entender fácilmente por qué seguía estando en mi lista de
lecturas obligatorias de la universidad casi dos décadas después de
su publicación original.
Sin embargo,
al volver a leer el innovador estudio de Taylor,
descubrí algo sorprendente. A pesar de todas las ventas
internacionales y de la aclamación de la crítica,
las conclusiones del libro pronto
despertaron una tremenda hostilidad en ciertos sectores.
Las conferencias de Taylor en Oxford habían sido enormemente
populares durante un cuarto de siglo,
pero como consecuencia directa de la controversia,
"el historiador vivo más destacado de Gran Bretaña" fue
expulsado sumariamente de la facultad
no mucho tiempo después. Al principio de su primer capítulo,
Taylor había señalado lo extraño que le parecía que más de
veinte años después del inicio de la guerra más cataclísmica del
mundo no se hubiera producido ninguna historia seria que analizara
detenidamente el estallido. Quizá las represalias que encontró le
llevaron a comprender mejor parte de ese rompecabezas.
Taylor
no fue el único en sufrir tales represalias. De hecho,
como he ido descubriendo gradualmente a lo largo de la última
década,
su destino parece haber sido excepcionalmente leve,
ya que su gran estatura le protegió parcialmente de las reacciones
que siguieron a su análisis objetivo de los hechos históricos. Y
tales consecuencias profesionales extremadamente graves fueron
especialmente comunes en nuestro lado del Atlántico,
donde muchas de las víctimas perdieron
sus puestos en los medios de
comunicación o en el mundo académico y desaparecieron
permanentemente de la vista
del público durante los años cercanos a la Segunda Guerra
Mundial.
Yo había pasado gran parte de la
década de 2000 produciendo un enorme archivo digitalizado que
contenía el contenido íntegro de cientos de las publicaciones
periódicas más influyentes de Estados Unidos de los dos últimos
siglos,
una colección que sumaba millones de artículos. Y durante este
proceso me sorprendí una y otra vez al encontrarme con individuos
cuya enorme presencia los situaba claramente entre los principales
intelectuales públicos de su época,
pero que más tarde habían desaparecido tan
completamente
que yo apenas había sido consciente de su existencia.
Poco a poco empecé a reconocer que nuestra
propia historia había estado marcada por una Gran Purga ideológica
igual de importante,
aunque menos sanguinaria,
que su homóloga soviética. Los paralelismos parecían
espeluznantes:
A veces me imaginaba
a mí mismo un poco como un joven y serio investigador soviético de
los años setenta,
que empezó a escarbar en los mohosos archivos del Kremlin,
olvidados desde hacía mucho tiempo,
e hizo algunos descubrimientos asombrosos. Por lo visto Trotski
no era el famoso espía y traidor nazi que aparece en todos los
libros de texto,
sino que había sido la mano derecha del propio Lenin durante los
gloriosos días de la gran revolución bolchevique y durante algunos
años después,
había permanecido en las filas más altas de la élite del Partido.
¿Y quiénes eran esas otras figuras
(Zinóviev,
Kámenev,
Bujarin,
Rykov) que también
pasaron esos primeros años en lo más alto de la jerarquía
comunista? En los cursos de historia apenas habían merecido unas
pocas menciones,
como agentes capitalistas menores que fueron rápidamente
desenmascarados y pagaron su traición con la vida. ¿Cómo
pudo el gran Lenin,
padre de la Revolución,
ser tan idiota
como para
haberse rodeado casi exclusivamente de traidores y espías?
Pero
a diferencia de sus análogos estalinistas de un par de años antes,
las víctimas estadounidenses que desaparecieron en torno a 1940 no
fueron fusiladas ni enviadas a un gulag,
sino simplemente excluidas de los principales medios de comunicación
que definen nuestra realidad,
siendo así borradas de nuestra memoria
para que las generaciones futuras olvidaran poco a
poco que habían vivido alguna vez.
Un ejemplo destacado
de este tipo de estadounidense "desaparecido" fue el
periodista John T. Flynn,
probablemente casi desconocido hoy en día,
pero cuya estatura había sido enorme en otro tiempo. Como escribí
el año pasado: Así que imaginen mi sorpresa al descubrir que a
lo largo de la década de 1930 había sido una de las voces liberales
más influyentes de la sociedad estadounidense,
un escritor sobre economía y política cuyo estatus podría haberse
aproximado al de Paul Krugman,
aunque con un fuerte matiz escandaloso.
Su columna semanal en The New Republic le
permitió servir de referente para las élites progresistas de
Estados Unidos,
mientras que sus apariciones regulares en Colliers,
un semanario ilustrado de gran tirada que llegaba a muchos millones
de estadounidenses,
le proporcionaron una plataforma comparable a la de una gran
personalidad televisiva en el apogeo posterior de las cadenas de
televisión.
Hasta cierto punto la importancia de
Flynn puede cuantificarse objetivamente. Hace unos años,
mencioné por casualidad su nombre a una mujer liberal,
culta y comprometida,
nacida en la década de 1930,
y como era de esperar se quedó completamente en blanco,
pero se preguntó si no se habría parecido un poco a Walter
Lippmann,
el famosísimo columnista de aquella época. Cuando lo comprobé vi
que entre los cientos de publicaciones periódicas de mi sistema de
archivo sólo había 23 artículos de Lippmann de los años 30,
pero 489 de Flynn.
Un paralelismo estadounidense aún más
fuerte con Taylor fue el del historiador Harry Elmer Barnes,
una figura casi desconocida para mí,
pero en su época un académico de gran influencia y
estatura:
Imagínense mi sorpresa al descubrir más tarde
que Barnes había sido en realidad uno de los primeros y más
frecuentes colaboradores de Foreign Affairs,
siendo el principal crítico de libros de esa venerable publicación
desde su fundación en 1922,
mientras que su estatura como uno de los principales académicos
liberales de Estados Unidos quedaba patente por sus numerosas
apariciones en The Nation y The New Republic
a lo largo de esa década. De hecho se le atribuye haber desempeñado
un papel fundamental en la "revisión" de la historia de la
Primera Guerra Mundial,
para eliminar la imagen caricaturesca de la "incalificable
maldad alemana" que quedó como legado de la deshonesta
propaganda bélica producida por los gobiernos opuestos británico y
estadounidense. Y su talla profesional quedó demostrada por sus
treinta y cinco o más libros,
muchos de ellos influyentes volúmenes académicos,
junto con sus numerosos artículos en The American Historical
Review,
Political Science Quarterly y otras destacadas
revistas.
Hace unos años mencioné por casualidad a
Barnes a un eminente académico estadounidense,
cuyo enfoque general en ciencia política y política exterior era
bastante similar,
y sin embargo el nombre no significaba nada para él. A
finales de la década de 1930 Barnes se había convertido en uno de
los principales críticos de
la participación propuesta de Estados Unidos en la Segunda Guerra
Mundial,
y como consecuencia de ello fue
"desaparecido" permanentemente,
vetado de todos los medios de comunicación convencionales,
mientras que una importante cadena de periódicos fue fuertemente
presionada para que pusiera fin abruptamente a su columna nacional
sindicada de larga duración,
en mayo de 1940.
Muchos de los
amigos y aliados de Barnes cayeron en la misma purga ideológica,
que él describió en sus propios escritos y que continuó tras el
final de la guerra:
Más de una docena de años después
de su desaparición de nuestros medios de comunicación nacionales,
Barnes se las arregló para publicar Perpetual War for
Perpetual Peace (Guerra perpetua por paz perpetua),
una larga colección de ensayos de académicos y otros expertos que
discutían las circunstancias que rodearon la entrada de Estados
Unidos en la Segunda Guerra Mundial… y hacer que una pequeña
imprenta de Idaho la imprimiera y distribuyera. Su propia
contribución fue un ensayo de 30.000 palabras titulado "Revisionism
and the Historical Blackout" (El revisionismo y el
apagón histórico),
en el que analizaba los tremendos obstáculos a los que se
enfrentaron los pensadores disidentes de aquel periodo.
El libro estaba
dedicado a la memoria de su amigo,
el historiador Charles A. Beard. Desde los primeros años del
siglo XX Beard había sido una figura intelectual de gran talla e
influencia,
cofundador de la New School de Nueva York y presidente
de la American Historical Association y de la American
Political Science Association. Como uno de los principales
defensores de las políticas económicas del New Deal,
sus opiniones fueron abrumadoramente elogiadas.
Sin
embargo una vez que se volvió contra la
belicosa política exterior de Roosevelt,
los editores le cerraron las puertas y sólo su amistad personal con
el director de la Yale University Press permitió que
su crítico volumen de 1948 President Roosevelt and the Coming
of the War,
1941 apareciera siquiera impreso. La reputación estelar de
Beard parece haber iniciado un rápido declive a partir de ese
momento,
de modo que en 1968 el historiador Richard Hofstadter podía
escribir: "Hoy la reputación de Beard se alza como una
imponente ruina en el paisaje de la historiografía estadounidense.
Lo que una vez fue la casa más grandiosa de la provincia es ahora
uns restos devastados".
De hecho la antaño dominante "interpretación económica de la
historia" de Beard casi podría tacharse hoy en día de promover
"peligrosas teorías conspirativas" y sospecho que pocos no
historiadores han oído hablar de él.
Otro de los
principales colaboradores del volumen de Barnes fue William
Henry Chamberlin,
que durante décadas había figurado entre los principales
periodistas de política exterior de Estados Unidos,
con más de 15 libros en su haber,
la mayoría de ellos amplia y favorablemente reseñados. Sin embargo
America's Second Crusade,
su análisis crítico de 1950 sobre la entrada de Estados Unidos en
la Segunda Guerra Mundial,
no consiguió encontrar un editor convencional y,
cuando apareció,
fue ampliamente ignorado por los críticos. Antes de su publicación,
su firma había aparecido regularmente en las revistas nacionales más
influyentes,
como The Atlantic Monthly y Harpers. Pero
después sus escritos se limitaron casi exclusivamente a boletines y
publicaciones periódicas de pequeña tirada,
dirigidos a un reducido público conservador o libertario.
En
estos días de Internet,
cualquiera puede crear fácilmente un sitio web para publicar sus
opiniones,
poniéndolas así inmediatamente a disposición de todo el mundo. Las
redes sociales,
como Facebook y Twitter,
pueden hacer llegar material interesante o polémico a millones de
personas con un par de clics de ratón,
sin necesidad de intermediarios establecidos. Nos resulta fácil
olvidar lo extremadamente difícil que era la difusión de ideas
disidentes en los tiempos de la imprenta,
el papel y la tinta,
y reconocer que un individuo expulsado de su medio habitual podría
necesitar muchos años para recuperar un punto de apoyo significativo
para la distribución de su trabajo.
Ron Unz - The
Unz Review - 11 de junio de 2018 - American Pravda: Nuestra
gran purga de los años 40 (https://www.unz.com/runz/american-pravda-our-great-purge-of-the-1940s/)
Los escritores británicos se habían
enfrentado a peligros ideológicos similares años antes de que A. J.
P. Taylor se aventurara en esas aguas turbulentas,
como descubrió un distinguido historiador naval británico en
1953:
El autor de Odio incondicional era el
capitán Russell Grenfell,
un oficial de la marina británica que había servido con distinción
en la Primera Guerra Mundial y más tarde ayudó a dirigir la Escuela
de Estado Mayor de la Marina Real,
al tiempo que publicaba seis libros muy apreciados sobre estrategia
naval y ejercía de corresponsal naval del Daily Telegraph.
Grenfell era consciente de que cualquier guerra importante va
acompañada casi inevitablemente de grandes cantidades de propaganda
extremista,
pero transcurridos varios años desde el fin de las hostilidades le
preocupaba cada vez más que,
a menos que se aplicara pronto un antídoto de forma generalizada,
el veneno persistente de esas exageraciones bélicas pudiera amenazar
la paz futura de Europa.
Su considerable erudición
histórica y su reservado tono académico brillan en este fascinante
volumen,
que se centra principalmente en los acontecimientos de las dos
guerras mundiales,
pero a menudo contiene digresiones sobre los conflictos napoleónicos
o incluso anteriores. Uno de los aspectos intrigantes de su análisis
es que gran parte de la propaganda antialemana que trata de
desacreditar se consideraría hoy tan absurda y ridícula que se ha
olvidado casi por completo,
mientras que gran parte de la imagen extremadamente hostil que
tenemos actualmente de la Alemania de Hitler casi no recibe mención
alguna,
posiblemente porque aún no se había establecido o porque entonces
todavía se consideraba demasiado descabellada para que alguien la
tomara en serio. Entre otros asuntos informa con considerable
desaprobación de que los principales periódicos británicos habían
publicado en sus titulares artículos sobre las horribles torturas
que se infligían a los prisioneros alemanes en los juicios por
crímenes de guerra con el fin de arrancarles todo tipo de
confesiones dudosas.
Algunas de las
afirmaciones casuales de Grenfell plantean dudas sobre varios
aspectos de nuestra imagen convencional de las políticas de
ocupación alemanas. Señala numerosas historias en la prensa
británica de antiguos "trabajadores esclavos" franceses
que más tarde organizaron reuniones amistosas de posguerra con sus
antiguos empleadores alemanes. También afirma que en 1940 esos
mismos periódicos británicos habían informado del comportamiento
absolutamente ejemplar de los soldados alemanes hacia los civiles
franceses,
aunque después de que los ataques terroristas de las fuerzas
clandestinas comunistas provocaran represalias,
las relaciones a menudo empeoraron mucho.
Y lo que es más
importante,
señala que la enorme campaña de bombardeos estratégicos de los
Aliados contra las ciudades y la industria francesas había matado a
un gran número de civiles,
probablemente muchos más de los que habían muerto a manos alemanas,
provocando así un gran odio como consecuencia inevitable. En
Normandía a él y a otros oficiales británicos se les había
advertido que fueran muy cautelosos con los civiles franceses que
encontraran por temor a que pudieran ser objeto de ataques
mortales.
Aunque el contenido y el tono de Grenfell me
parecen excepcionalmente ecuánimes y objetivos,
otros seguramente vieron su texto de forma muy diferente. En la
solapa de Devin-Adair se señala que ningún editor
británico quiso aceptar el manuscrito y cuando apareció el libro
ningún crítico estadounidense importante reconoció su existencia.
Y lo que es aún más inquietante,
se dice que Grenfell estaba trabajando intensamente en una segunda
parte cuando murió repentinamente en 1954 por causas desconocidas y
su larga necrológica en el Times de Londres indica que
tenía 62 años.
Otro destacado observador contemporáneo
de la época ofrece un retrato de Francia durante la Segunda Guerra
Mundial diametralmente opuesto al de la narrativa actual,
ampliamente aceptada:
En materia francesa,
Grenfell hace varias referencias extensas a un libro de 1952 titulado
France: The Tragic Years,
1939-1947 de Sisley Huddleston,
un autor totalmente desconocido para mí,
lo que despertó mi curiosidad. Las numerosas apariciones de
Huddleston en The Atlantic Monthly,
The Nation y The New Republic,
además de sus treinta libros bien considerados sobre Francia,
parecen confirmar que pasó décadas como uno de los principales
intérpretes de Francia para los lectores cultos estadounidenses y
británicos. De hecho su entrevista exclusiva con el Primer Ministro
británico Lloyd George,
en la Conferencia de Paz de París se convirtió en una primicia
internacional. Como tantos otros escritores,
tras la Segunda Guerra Mundial su editor estadounidense pasó a ser
de forma obligada Devin-Adair,
que publicó una edición póstuma de su libro en 1955. Dadas sus
eminentes credenciales periodísticas,
la obra de Huddleston sobre el periodo de Vichy fue reseñada en
publicaciones periódicas estadounidenses,
aunque de forma bastante somera y desdeñosa… y yo pedí un
ejemplar y lo leí.
No puedo dar fe de la exactitud del
relato de 350 páginas de Huddleston sobre Francia durante los años
de la guerra e inmediatamente después,
pero como periodista muy distinguido y observador durante mucho
tiempo,
que fue testigo ocular de los acontecimientos que describe,
escribiendo en una época en la que la narración histórica oficial
aún no se había concretado,
creo que sus opiniones deberían tomarse muy en serio. No cabe duda
de que el círculo personal de Huddleston era bastante amplio,
siendo el ex embajador de Estados Unidos William Bullitt uno
de sus amigos más antiguos. Y sin duda la
presentación de Huddleston es radicalmente diferente de la historia
convencional que yo siempre había oído.
Tal
y como Huddleston describe las cosas,
el ejército francés se derrumbó en mayo de 1940 y el gobierno
llamó desesperadamente a Petain,
que entonces tenía unos 80 años y era el mayor héroe de guerra del
país,
de su puesto como embajador en España. El Presidente francés no
tardó en pedirle que formara un nuevo gobierno y concertara un
armisticio con los victoriosos alemanes,
propuesta que recibió el apoyo casi unánime de la Asamblea Nacional
y el Senado franceses,
incluido el respaldo de prácticamente todos los parlamentarios de
izquierda. Petain consiguió este resultado y otro voto casi unánime
del parlamento francés le autorizó a negociar un tratado de paz
completo con Alemania,
lo que sin duda situó sus acciones políticas sobre la base legal
más sólida posible. En ese momento,
casi toda Europa creía que la guerra había terminado y que Gran
Bretaña pronto firmaría la paz.
Mientras el gobierno
francés de Petain,
plenamente legitimado,
negociaba con Alemania,
un pequeño número de incondicionales,
entre ellos el coronel Charles de Gaulle,
desertaron del ejército y huyeron al extranjero,
declarando que pretendían continuar la guerra indefinidamente,
pero inicialmente atrajeron un apoyo o atención mínimos. Un aspecto
interesante de la situación fue que De Gaulle había sido durante
mucho tiempo uno de los principales protegidos de Petain y una vez
que su perfil político comenzó a elevarse un par de años más
tarde,
a menudo se especulaba en voz baja que él y su antiguo mentor habían
acordado una "división del trabajo",
en la que uno hacía la paz oficial con los alemanes mientras que el
otro se marchaba para convertirse en el centro de la resistencia en
ultramar,
en el incierto caso de que surgieran diferentes
oportunidades.
Aunque el nuevo gobierno francés de Petain
garantizó que su poderosa armada nunca sería utilizada contra los
británicos,
Churchill no se arriesgó y rápidamente lanzó un ataque contra la
flota de su antiguo aliado,
cuyos barcos ya estaban desarmados e indefensos amarrados en puerto,
hundiendo a la mayoría de ellos y matando hasta 2.000 franceses en
la ocasión. Este incidente no fue muy diferente del ataque japonés
a Pearl Harbor al año siguiente e irritó a los franceses durante
muchos años.
A continuación Huddleston dedica gran parte
del libro a analizar la compleja política francesa de los años
siguientes,
mientras la guerra continuaba de forma inesperada,
con Rusia y Estados Unidos uniéndose finalmente a la causa aliada
(***). Durante este periodo,
los dirigentes políticos y militares franceses realizaron un difícil
ejercicio de equilibrismo,
resistiéndose a las exigencias alemanas en algunos puntos y
consintiendo en otros,
mientras el movimiento de resistencia interna crecía gradualmente,
atacando a soldados alemanes y provocando duras represalias alemanas.
Dada mi falta de experiencia,
no puedo juzgar la exactitud de su narrativa política,
pero me parece bastante realista y plausible,
aunque los especialistas seguramente encontrarán fallos.
Sin
embargo las afirmaciones más notables del libro de Huddleston llegan
hacia el final,
cuando describe lo que acabó conociéndose como "la
Liberación de Francia" durante 1944-45,
cuando las fuerzas alemanas en retirada abandonaron el país y se
retiraron a sus propias fronteras. Entre otras cosas sugiere que el
número de franceses que reclamaban credenciales de la "Resistencia"
se multiplicó hasta por cien una vez que los alemanes se hubieron
marchado y ya no había ningún riesgo en adoptar esa postura.
Y
en ese momento pronto comenzó un enorme derramamiento de sangre,
con diferencia la peor oleada de ejecuciones extrajudiciales de toda
la historia de Francia. La mayoría de los historiadores coinciden en
que murieron unas 20.000 vidas en el famoso "Reinado del Terror"
de la Revolución Francesa y quizá 18.000 murieron durante la Comuna
de París de 1870-71 y su brutal represión. Pero según Huddleston
los dirigentes estadounidenses estimaron que hubo
al menos 80.000 "ejecuciones sumarias" sólo en los
primeros meses después de la Liberación,
mientras que el diputado socialista que ocupaba el cargo de ministro
del Interior en marzo de 1945 y que habría estado en la mejor
posición para saberlo,
informó a los representantes de De Gaulle de que se habían
producido 105.000 asesinatos sólo entre
agosto de 1944 y marzo de 1945,
una cifra que fue ampliamente citada en los círculos públicos de la
época.
Dado que una gran parte de la población francesa
había pasado años comportándose de un modo que ahora,
de repente,
podía considerarse "colaboracionista",
un enorme número de personas se encontraban en una situación
vulnerable,
incluso con riesgo de muerte,
y a veces trataban de salvar sus propias vidas denunciando a sus
conocidos o vecinos. Los comunistas clandestinos habían sido durante
mucho tiempo un elemento importante de la Resistencia y muchos de
ellos tomaban represalias con entusiasmo contra sus odiados "enemigos
de clase",
mientras que numerosos individuos aprovechaban la oportunidad para
ajustar cuentas privadas. Otro factor era que muchos de los
comunistas que habían luchado en la Guerra Civil española,
incluidos miles de miembros de las Brigadas Internacionales,
habían huido a Francia tras su derrota militar en 1938 y ahora,
a menudo,
tomaban la iniciativa en la ejecución de la venganza contra el mismo
tipo de fuerzas conservadoras que previamente les habían derrotado
en su propio país.
Aunque el propio
Huddleston era un periodista internacional de edad avanzada,
bastante distinguido,
con amigos estadounidenses muy bien situados… y había prestado
algunos servicios menores en nombre de los dirigentes de la
Resistencia,
él y su esposa escaparon por poco a la ejecución sumaria durante
ese período y ofrece una recopilación de las numerosas historias
que escuchó de víctimas menos afortunadas. Pero lo que parece haber
sido con mucho el peor derramamiento sectario de sangre de la
historia de Francia ha sido rebautizado tranquilamente como "la
Liberación" y eliminado casi por completo de
nuestra memoria histórica,
excepto por las famosas cabezas afeitadas de algunas mujeres
deshonradas. Hoy en día Wikipedia
constituye la destilación congelada de nuestra Verdad Oficial
y su entrada sobre aquellos acontecimientos cifra el número de
muertos en apenas una décima parte de las cifras citadas por
Huddleston,
que sin embargo me parece una fuente mucho más creíble.
Es
fácil imaginar que una persona prominente y muy apreciada,
en la cima de su carrera y de su influencia pública,
pierda repentinamente el juicio y comience a promover teorías
excéntricas y erróneas,
asegurando así su caída. En tales circunstancias sus afirmaciones
pueden ser tratadas con gran escepticismo y quizá simplemente
ignoradas.
Pero cuando el número de estas voces tan
reputadas pero contrarias es lo suficientemente grande y las
afirmaciones que hacen parecen generalmente coherentes entre sí,
ya no podemos desestimar sus críticas de manera rutinaria. Su
postura comprometida en estas cuestiones controvertidas había
resultado fatal para su prestigio público y,
aunque debieron de reconocer estas probables consecuencias,
siguieron ese camino,
tomándose incluso la molestia de escribir extensos libros
presentando sus puntos de vista y buscando algún editor en algún
lugar que estuviera dispuesto a publicarlos.
John T.
Flynn,
Harry Elmer Barnes,
Charles Beard,
William Henry Chamberlin,
Russell Grenfell,
Sisley Huddleston y muchos otros eruditos y periodistas del más
alto calibre y reputación contaron una historia de la Segunda Guerra
Mundial bastante coherente,
pero en total desacuerdo con la narrativa establecida hoy en día,
y lo hicieron a costa de destruir sus carreras. Una o dos décadas
más tarde,
el renombrado historiador A. J. P. Taylor
reafirmó esta misma narrativa básica y, como consecuencia, fue
purgado de Oxford. Me resulta muy difícil explicar el
comportamiento de todos estos individuos a menos que estuvieran
presentando un relato veraz.
Si
una clase política
gobernante y sus
medios de comunicación
ofrecen cuantiosas recompensas en forma de financiación, promoción
y aclamación pública a quienes apoyan la propaganda de su partido y
arrojan a las tinieblas
a quienes disienten,
las declaraciones de los primeros deben considerarse con considerable
desconfianza. Barnes popularizó la expresión "historiadores de
corte" para describir a aquellos individuos poco sinceros y
oportunistas, que siguen los vientos políticos dominantes y nuestros
medios de comunicación actuales están ciertamente repletos de este
tipo de personas.
Un clima de grave represión intelectual
complica enormemente nuestra capacidad para desvelar los
acontecimientos del pasado. En circunstancias normales se pueden
sopesar afirmaciones opuestas en el toma y daca del debate público o
académico,
pero esto resulta obviamente imposible si
los temas que se discuten están prohibidos. Además
los escritores de historia son seres humanos y si han
sido purgados
de sus prestigiosos puestos, puestos en la lista
negra en
el espacio público e
incluso arrojados a la
pobreza,
no debería sorprendernos que a veces se enfaden y se amarguen por su
destino,
quizás reaccionando de formas que sus enemigos puedan utilizar más
tarde para atacar su credibilidad.
A. J. P. Taylor perdió
su puesto en Oxford por publicar su honesto análisis de los orígenes
de la Segunda Guerra Mundial,
pero su enorme estatura previa y la aclamación generalizada que
había recibido su libro parecieron protegerle de mayores daños y la
propia obra pronto fue reconocida como un gran clásico,
permaneciendo permanentemente impresa y adornando más tarde las
listas de lecturas obligatorias de nuestras universidades más
elitistas. Sin embargo otros que se adentraron en esas mismas aguas
turbulentas tuvieron mucha menos suerte.
El mismo año en que
apareció el libro de Taylor, también lo hizo una obra que abarcaba
prácticamente el mismo tema, escrita por un académico en ciernes
llamado David L. Hoggan. Hoggan se había doctorado en 1948 en
historia diplomática en Harvard, con el profesor William Langer,
una de las figuras más destacadas en ese campo… y su obra
inaugural The Forced War (La guerra forzada) fue una
consecuencia directa de su tesis doctoral. Mientras que el libro de
Taylor era bastante breve y se basaba principalmente en fuentes
públicas y algunos documentos británicos, el volumen de Hoggan era
excepcionalmente largo y detallado, con casi 350.000 palabras,
incluyendo referencias, y se basaba en sus muchos años de minuciosa
investigación en los archivos gubernamentales de Polonia y Alemania
recientemente disponibles. Aunque los dos historiadores
estaban totalmente de acuerdo en que Hitler no había querido
desencadenar la Segunda Guerra Mundial, Hoggan sostenía que varias
personas poderosas del gobierno
británico habían
trabajado deliberadamente para provocar el conflicto,
forzando así a la Alemania de Hitler a entrar en guerra, tal como
sugería su título.
Dada la naturaleza altamente
controvertida de las conclusiones de Hoggan y su falta de logros
académicos previos, su enorme obra sólo apareció en una edición
alemana, donde rápidamente se convirtió en un bestseller muy
debatido en ese idioma. Como académico novel, Hoggan era bastante
vulnerable a la enorme presión y el oprobio a los que seguramente
tuvo que enfrentarse. Parece que discutió con Barnes, su mentor
revisionista, mientras que sus esperanzas de conseguir una edición
en inglés a través de una pequeña editorial estadounidense pronto
se disiparon. Tal vez como consecuencia de ello el joven académico
sufrió más tarde una serie de crisis nerviosas y a finales de la
década de 1960 renunció a su puesto en el San Francisco State
College, el último cargo académico serio que ocuparía.
Posteriormente se ganó la vida como investigador en un pequeño
centro de estudios libertarios y, tras su cierre, impartió clases en
una universidad local, lo que no era la trayectoria profesional
esperable de alguien que había empezado con tan auspiciosas
credenciales de Harvard.
En 1984 estaba a punto de
publicarse una versión inglesa de su principal obra, cuando las
instalaciones de su pequeña editorial revisionista en la zona de Los
Ángeles fueron incendiadas y totalmente destruidas por militantes
judíos, borrando así las planchas y todas las existencias. Hoggan
murió de un ataque al corazón en 1988, a la edad de 65 años, y al
año siguiente apareció por fin una versión inglesa de su obra,
casi tres décadas después de que se escribiera originalmente. Sin
embargo en Internet existe una versión en PDF que carece de todas
las notas a pie de página y ahora he añadido el volumen de Hoggan a
mi colección de Libros HTML, poniéndolo por fin convenientemente a
disposición de un público más amplio, casi seis décadas después
de su finalización.
David L. Hoggan (1989) La
guerra forzada. Cuando fracasó el revisionismo pacífico
(https://www.unz.com/book/david_l_hoggan__the-forced-war/
)
Hace poco que descubrí la obra de Hoggan y me pareció
excepcionalmente detallada y exhaustiva, aunque bastante árida. Leí
las primeras cien páginas más o menos, además de algunas
selecciones aquí y allá, sólo una pequeña parte de las 700
páginas, pero suficiente para hacerme una idea del material.
La
breve introducción de 1989 del editor lo caracteriza como un
tratamiento exhaustivo y único de las circunstancias ideológicas y
diplomáticas que rodearon el estallido de la guerra y parece una
apreciación acertada, que incluso puede seguir siendo válida hoy en
día. Por ejemplo, el primer capítulo ofrece una descripción
notablemente detallada de las diversas corrientes ideológicas en
conflicto del nacionalismo polaco durante el siglo anterior a 1939,
un tema muy especializado que no había encontrado en ningún otro
sitio ni me había parecido de gran interés.
A pesar de
su larga supresión, en muchas circunstancias un trabajo tan
exhaustivo basado en muchos años de investigación de archivos
podría constituir la base académica para historiadores posteriores
y de hecho varios autores revisionistas recientes se han basado en
Hoggan exactamente de esa manera. Pero por desgracia existen serias
dudas. Tal y como cabría esperar, la inmensa mayoría de los debates
sobre Hoggan que se encuentran en Internet son hostiles e insultantes
y, por razones obvias, normalmente podrían desestimarse. Sin embargo
Gary North, un destacado revisionista que conoció
personalmente a Hoggan, ha sido igualmente crítico y lo ha tachado
de parcial, poco fiable e incluso deshonesto.
Mi opinión
es que la inmensa mayoría del material de Hoggan es probablemente
correcto y exacto, aunque podamos discutir sus interpretaciones. Sin
embargo, ante acusaciones tan graves, probablemente deberíamos
tratar todas sus afirmaciones con cierta cautela, sobre todo teniendo
en cuenta que se necesitaría una considerable investigación de
archivo para verificar la mayoría de los resultados específicos de
su investigación. De hecho, dado que gran parte del marco general de
los acontecimientos de Hoggan coincide con el de Taylor, creo que en
general es mucho mejor confiar en este último.
No hay comentarios:
Publicar un comentario