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martes, 5 de marzo de 2024

Ron Unz (4 de marzo de 2024) El genocidio de Ruanda

 


https://www.unz.com/runz/american-pravda-the-rwanda-genocide/

……
Pero en 2021 publiqué un extenso artículo que afirmaba que toda la historia que yo siempre había aceptado era casi totalmente falsa y en gran medida invertida y me pareció lo suficientemente detallado y convincente como para que, a partir de ese momento, sintiera que tenía que ser mucho más circunspecto cada vez que me refiriera a algún acontecimiento del pasado.

……

Según la
narrativa convencional, los extremistas hutus, que no estaban dispuestos a compartir el poder, habían sido responsables del asesinato del presidente hutu (que era más conciliador) y rápidamente tomaron el control del país, desatando de inmediato una campaña de genocidio planificada desde hacía tiempo contra la odiada minoría tutsi, al mismo tiempo que masacraban a cualquier hutu moderado. Todos los tutsis prominentes fueron señalados para morir y la mayoría de ellos fueron asesinados, mientras que las transmisiones genocidas de la propaganda radiofónica hutu persuadieron a una gran fracción de esa población a unirse a esas masacres espantosas, mientras el resto del mundo permaneció impasible y no hizo nada, incluidas las fuerzas de paz de la ONU, enormemente superadas en número.

Esta masacre masiva contra los tutsis se prolongó durante varios meses y una gran mayoría de esa población fue aniquilada, junto con cualquier hutu que se considerara comprensivo con ellos. El derramamiento de sangre sólo se detuvo finalmente con la victoria militar del ejército rebelde tutsi, que derrotó a las fuerzas gubernamentales y sus milicias aliadas genocidas y obtuvo el control de la mayor parte de
l país. En ese momento los dirigentes hutus y muchos participantes en la masacre huyeron de Ruanda, junto con muchos hutus comunes y corrientes, temerosos de la venganza tutsi, por lo que alrededor de 1,5 millones de hutus se convirtieron en refugiados en el vecino Congo. Estos hutus y la mayor parte de los que se quedaron atrás también sufrieron mucho y los victoriosos tutsis cometieron algunas masacres, pero el líder tutsi Paul Kagame hizo todo lo posible para contener a sus hombres y tratar de restaurar la coexistencia étnica entre los dos grupos y, al mismo tiempo, dar la bienvenida a muchos cientos de miles de exiliados tutsis que habían estado viviendo durante décadas en Uganda y otros lugares.

Un relato enormemente influyente de esa historia fue proporcionado por el periodista
Philip Gourevitch, redactor del New Yorker, que pasó gran parte de su tiempo en Ruanda durante los años 1995 a 1998, escribiendo una serie de artículos sobre las secuelas de la masacre, al mismo tiempo que produjo artículos importantes para el New York Times Magazine y la New York Review of Books. Estos trabajos originales sirvieron de base para su bestseller de 1998 We wish to inform you that tomorrow we will be killed with our families (Deseamos informarles que mañana seremos asesinados con nuestras familias), que ganó numerosos premios y atrajo críticas tremendamente positivas en todos los mainstream media convencionales (medios de comunicación dominantes). Finalmente lo leí la semana pasada para refrescar mi memoria de aquellos acontecimientos de hace casi treinta años.

Su subtítulo “
Historias de Ruanda” era muy descriptivo y el autor entrevistó a cientos de ruandeses durante sus extensas visitas, pareciendo hacer un muy buen trabajo al informar sus experiencias individuales durante ese horrible período y entretejerlas en una narrativa integral de lo que había sucedido. De hecho la primera mitad de su libro trataba sobre el período del genocidio en sí y su narrativa parecía tan detallada que inicialmente supuse que el propio autor debía haber estado presente en el momento en que se desarrollaron los acontecimientos, pero luego me di cuenta de que había llegado al año siguiente y, por lo tanto, se basó en sus entrevistas posteriores para describir la secuencia de eventos pasados.

La mayoría de las personas con las que habló eran supervivientes tutsis y algunos de ellos habían visto a casi toda su familia masacrada por los escuadrones de la muerte hutus, que iban casa por casa
asesinando a sus vecinos tutsis y al mismo tiempo establecían barricadas para detener y matar a cualquier tutsi que intentara pasar.


Aunque hutus y tutsis habían tenido una larga historia de episódicos conflictos sangrientos y, por término medio, tenían un aspecto lo bastante diferente como para que a menudo pudieran distinguirse, sin embargo hablaban la misma lengua y rezaban en las mismas iglesias católicas y los matrimonios mixtos no eran infrecuentes. Algunas de las historias más espeluznantes se referían a las consecuencias de esta última situación y algunos de los hutus más enérgicos en los escuadrones de la muerte afirmaron más tarde que asumieron ese papel de liderazgo para proteger a sus esposas tutsis de sufrir el mismo destino, a veces incluso matando a las familias de estas últimas para demostrar su compromiso. La descendencia de estos matrimonios mixtos solía considerarse lo suficientemente tutsi como para merecer la muerte y el autor describe cómo una madre hutu contempló con impotente horror cómo sus hijos medio tutsis eran masacrados por una turba.

Nunca he estado en Ruanda y no estoy seguro de haber conocido a ningún ruandés, por lo que todo lo que sé sobre ese país, su sociedad y su gente proviene de las palabras de periodistas e investigadores occidentales como Gourevitch. Pero la mentalidad de los asesinos que entrevistó me pareció bastante extraña y sorprendente.

A pesar del derramamiento de sangre intermitente, los hutus y los tutsis habían vivido juntos en términos razonablemente amistosos durante décadas, pero un día los primeros tomaron sus machetes y de repente comenzaron a descuartizar a las familias de sus vecinos. Cuando el autor preguntó a algunos de esos asesinos encarcelados cómo pudieron haber hecho algo tan monstruoso, le dieron respuestas como “todos los demás lo estaban haciendo” o “la radio nos dijo que matáramos a todos los tutsis”. Esta no parecía una explicación muy satisfactoria para la campaña de exterminio masivo más rápida de la historia moderna, en la que ocasionalmente se utilizaron armas de fuego o granadas, pero más a menudo se hizo con machetes o simples herramientas agrícolas. En ocasiones los sacerdotes y monjas católicos también se unían a la masacre, ayudando a matar a sus propios feligreses.

Las consecuencias sociales del genocidio también parecieron bastante difíciles de comprender para los occidentales. Según Gourevitch una gran mayoría de todos los tutsis habían sido asesinados y una fracción muy sustancial de todos los varones adultos hutus habían participado directamente en las masacres, por lo que un gran número de asesinos brutales y desdichados supervivientes permanecían muy cerca. Muchos de esos tutsis se vieron obligados a vivir en la misma calle (¡o incluso compartir la misma casa!) con los hutus que sabían o sospechaban que habían masacrado a sus familias unos meses antes. Gourevitch describió la ira y la amargura de algunas de esas víctimas, pero aún así parecía sólo una pequeña fracción de lo que cabría esperar, y aunque mencionó algunos asesinatos de miembros de las bandas de asesinos hutus que se produjeron, me sorprende que el número no fuera mucho mayor.

Una de las figuras notables del libro de Gourevitch fue el valiente gerente hutu del principal hotel de lujo de propiedad extranjera de Ruanda, cuya esposa tutsi le inspiró para ofrecer refugio a muchos cientos de desesperados miembros de su etnia y, mediante una mezcla de fanfarronería, soborno y pura suerte, consiguió mantener a raya a las turbas de asesinos, permitiendo que todos sobrevivieran. Su extraordinaria historia se convirtió en la base de la película de Hollywood Hotel Rwanda, que probablemente aporta la mayor parte de lo que los estadounidenses y otros occidentales saben sobre aquel enorme genocidio.

Pero, con diferencia, el individuo más heroico retratado por el autor fue Paul Kagame, un hijo de exiliados tutsis criado en Uganda, que se convirtió en el líder militar del ejército rebelde que derrocó al régimen asesino hutu de Ruanda y, por lo tanto, detuvo en seco la matanza en curso, logrando ese éxito mientras Estados Unidos y todos los demás países occidentales poderosos simplemente vacilaban. Sin él y su pequeño pero decidido ejército de exiliados tutsis, el genocidio seguramente habría llegado a su fin, provocando la muerte de prácticamente todos los tutsis ruandeses, ya fueran hombres, mujeres o niños.


Una vez que Kagame estableció su nuevo gobierno, instaló a un presidente hutu como símbolo de reconciliación étnica en un país que era 85% hutu. Pero ejerció el poder real como vicepresidente y ministro de Defensa y, según el relato del autor, hizo todo lo posible para minimizar la venganza y las masacres de represalia tras el genocidio de su propio pueblo. Muchos de los cabecillas fueron asesinados y decenas de miles de sus subordinados fueron encarcelados en condiciones espantosas, pero en comparación con los cientos de miles de tutsis inocentes que habían masacrado tan recientemente, esa retribución parecía notablemente leve.


Las entrevistas de Gourevitch con Kagame lo retrataron como un individuo extraordinario, no sólo mucho más reflexivo e intelectual de lo que cualquiera esperaría de un comandante militar africano, sino también como alguien con sentido de la humildad y humor autocrítico, que intenta restaurar la vida normal en su país bañado en sangre. Como consecuencia de la imagen tan positiva de Kagame y de la profunda vergüenza y culpabilidad occidentales por haber permitido el genocidio ruandés, su régimen se convirtió en un importante receptor de ayuda estadounidense. Sus esfuerzos de reconciliación étnica fueron ampliamente retratados en nuestros medios como sinceros y sorprendentemente exitosos, dado el inmenso derramamiento de sangre reciente, y Kagame fue presentado como perteneciente a una nueva generación de gobernantes africanos ilustrados, totalmente diferentes a sus predecesores corruptos, despóticos y sanguinarios. Gourevitch elogió a Kagame como "el Abraham Lincoln" de Ruanda y la mayoría de los medios de comunicación occidentales adoptaron la misma opinión.

Como explicó el autor, muchos de los peores asesinos hutus y sus secuaces habían huido a través de la frontera hacia el vecino Congo, acompañados por alrededor de 1,5 millones de hutus corrientes, aterrorizados por la venganza que esperaban afrontar en Ruanda a manos de los recién victoriosos tutsis. El Congo era un país vasto pero muy mal gobernado, bajo el largo régimen de su dictador corrupto Mobutu Sese Seko, quien hizo pocos esfuerzos para imponer el orden local en las tierras que controlaba, un territorio 90 veces más grande que Ruanda y con una población muchas veces mayor. Como consecuencia de ello los exiliados hutus establecieron enclaves desde los que atacaban periódicamente Ruanda, matando a todos los tutsis que encontraban y masacrando a muchos miembros de la población étnica tutsi del Congo.

Las repetidas advertencias y amenazas de Kagame y los pequeños contraataques no lograron detener estos ataques hutu, por lo que después de un par de años, Kagame formó una alianza militar con varias otras naciones africanas, incluida Uganda, y lanzó una invasión de su enorme vecino Congo. Sus fuerzas derrotaron fácilmente al ineficaz ejército de ese país y derrocó al régimen de Mobutu, instalando a un líder congoleño diferente a quien había reclutado para el puesto. Aunque recibió muy poca atención en los medios de comunicación estadounidenses, esta Primera Guerra del Congo recibió a veces el sobrenombre de Primera Guerra Mundial de África, porque atrajo a más de media docena de naciones diferentes en alianzas confusas y cambiantes y sustituyó al gobierno de un país tan grande como toda Europa Occidental. Aunque el número de víctimas fue considerable, con cientos de miles de civiles muertos o "desaparecidos", estos acontecimientos se produjeron casi al final de la narración de Gourevitch y los calificó un triunfo para Kagame, que destruyó las fuerzas extremistas hutus y obligó a la mayoría de los refugiados hutus a regresar a Ruanda, aunque muchos otros murieron en masacres.

Según nuestra narrativa habitual, los acontecimientos de 1994 en Ruanda fueron casi un ejemplo perfecto de genocidio, con un gobierno despiadado que buscaba exterminar totalmente a la población tutsi local y mató con éxito a una gran mayoría de ellos. Todo esto tuvo lugar en el apogeo absoluto del poder y prestigio internacional de Estados Unidos (el “momento unipolar” de nuestra nación)… Pero, en evidente violación de todas nuestras convenciones antigenocidios, ni Washington ni ninguna otra potencia importante tomaron medidas enérgicas para detenerlo.


Ruanda tenía un ejército extremadamente débil y la mayoría de las matanzas fueron llevadas a cabo por milicias hutus locales, a menudo armadas sólo con machetes. El comandante militar de la fuerza de paz de la ONU estacionada en ese país declaró que si le hubieran dado simplemente 5.000 soldados bien equipados, podría haber puesto fin de inmediato a la matanza, pero en cambio se le prohibió tomar cualquier medida y las mejores tropas bajo su mando el mando fueron retiradas. A la Administración Clinton le aterrorizaba sufrir daños políticos si se enfangaba en un oscuro conflicto africano, así que miró hacia otro lado, esperando que la masacre en curso de Ruanda se limitara a unas pocas decenas de miles de víctimas, como había ocurrido en el pasado. Las matanzas sólo cesaron cuando la fuerza de exiliados tutsis de Kagame derrotó al ejército ruandés y se hizo con el control de todo el país.

Una vez que se conocieron ampliamente los sombríos hechos sobre la escala masiva del genocidio, los círculos políticos y mediáticos occidentales de élite sintieron una tremenda vergüenza de que sus gobiernos no hubieran hecho nada.

Samantha Power tenía entonces veintitantos años, era una inmigrante irlandesa naturalizada que se había graduado en Yale y trabajaba como corresponsal de guerra en el extranjero. Ella y muchos otros estaban indignados porque ningún funcionario estadounidense hubiera dimitido en protesta por la falta de acción de su gobierno respecto de Ruanda, un sacrificio personal que podría haber provocado suficiente atención de los medios para presionar a Occidente a tomar medidas, salvando así cientos de miles de vidas. Al regresar a Estados Unidos para asistir a la facultad de derecho de Harvard, esa justa ira latente (aumentada cuando se dio cuenta de que la falta de acción gubernamental oportuna también había ocurrido en otras situaciones similares) la inspiró a escribir un artículo sobre el tema.

Ese artículo eventualmente se convirtió en su primer libro, “Un problema del infierno”, con 600 páginas y el subtítulo “Estados Unidos y la era del genocidio”. Publicado en 2002, cuando Power tenía sólo 31 años, rápidamente se convirtió en una sensación internacional, con reseñas elogiosas en casi todas partes, un gran éxito de ventas que le valió un premio Pulitzer y lanzó su carrera como una figura destacada en la doctrina de los derechos humanos, alguien que aparentemente había cambiado la política nacional estadounidense en un importante problema mundial.

Aunque ciertamente supe de la publicación de su libro cuando apareció por primera vez, lo leí hace poco como parte de mi investigación en Ruanda y descubrí que había atraído aún más elogios de los que jamás había imaginado. Mi edición de bolsillo de 2013 dedicó una página completa a enumerar los premios que ganó y otra página a los principales periódicos y otras publicaciones que lo habían mencionado como uno de los mejores libros del año. Siete páginas adicionales contenían extractos de 63 críticas entusiastas y respaldos de una lista muy larga de figuras intelectuales y políticas prominentes, una lista tan extremadamente larga que noté que el descuidado editor había duplicado accidentalmente al menos una de esas entradas. No recuerdo la última vez que había visto un libro que hubiera atraído un elogio tan aparentemente casi universal.

Como era de esperar, el capítulo sobre Ruanda fue uno de los más largos y la historia que contaba parecía totalmente congruente con la de Gourevitch, aunque tenía un enfoque diferente. Power enfatizó la toma de decisiones políticas de alto nivel de la administración Clinton y otros organismos internacionales, en lugar de los espeluznantes relatos de los testigos presenciales de los asesinos y sus víctimas.

Un punto importante que destacó Power fue que apenas el año anterior, oficiales militares tutsis en el vecino Burundi habían asesinado al primer presidente hutu elegido libremente de ese país, lo que provocó una violencia comunitaria generalizada que costó unas 50.000 vidas. Como consecuencia de ello, los líderes occidentales, incluidos los de la administración Clinton, habían asumido vagamente que Ruanda simplemente estaba sufriendo “otro estallido” que resultaría en un nivel similar de víctimas totales “aceptables”. Pero ella explica que, por el contrario:


El genocidio de Ruanda resultó ser la matanza más rápida y eficiente del siglo XX. En 100 días unos 800.000 tutsis y hutus políticamente moderados fueron asesinados. Estados Unidos no hizo casi nada para intentar detenerlo”.

Power también enfatizó algunos de los antecedentes políticos detrás de la total falta de voluntad de la administración Clinton para involucrarse en Ruanda. En 1992, la anterior administración Bush había desplegado fuerzas militares estadounidenses en Somalia, como parte de una operación humanitaria de la ONU para gestionar y proteger la entrega de suministros de alimentos, en medio de una hambruna y una guerra civil anárquica. Luego, en 1993, Clinton autorizó a las fuerzas estadounidenses a capturar a uno de los señores de la guerra locales, considerados responsables de atacar a las tropas de la ONU, lo que resultó en la desastrosa “
Batalla de Mogadiscio” en la que determinados milicianos somalíes derribaron tres helicópteros Black Hawk. Cientos de combatientes y civiles somalíes murieron en los combates, junto con dieciocho miembros de nuestras fuerzas especiales de élite, mientras que muchas docenas más de soldados estadounidenses resultaron heridos y el cuerpo de uno de nuestros soldados caídos fue arrastrado por las calles de la ciudad ante multitudes que vitoreaban. Las imágenes de ese último incidente vergonzoso se difundieron por todo el mundo, lo que supuso un enorme desprestigio político para Estados Unidos y convenció a Clinton para que retirara por completo a nuestros militares de Somalia. Por lo tanto, nadie en su administración tenía muchas ganas de arriesgarse a repetir el mismo tipo de debacle al año siguiente en un país africano diferente, especialmente con las elecciones de mitad de mandato a pocos meses vista.

Mientras tanto, los funcionarios electos de Washington D. C. y los cabilderos que más firmemente apoyaban las cuestiones negras y africanas estaban enteramente centrados en los desórdenes políticos en Haití, furiosos porque Clinton había negado el estatus de refugiados a todos los inmigrantes de ese país y había ordenado su repatriación. Ocupados realizando huelgas de hambre y denunciando a nuestro gobierno por su racismo antihaitiano, ninguno de esos individuos prestó atención a los acontecimientos distantes en África Oriental, incluso cuando comenzaron las masacres, con más de 10.000 muertos
a la semana. La incendiaria representante Maxine Waters admitió más tarde que no conocía a los tutsis ni a los hutus, de los que "no sabía nada". TransAfrica y otras organizaciones activistas se desentendieron igualmente, por lo que la presión mediática a favor de la intervención estadounidense en Ruanda fue mínima.

Durante todo este periodo se ignoraron por completo numerosas advertencias y señales de alarma. Por ejemplo, Power afirmó que sólo un par de meses antes de que comenzaran las masacres, un informante hutu anónimo, supuestamente de alto rango en el gobierno ruandés, había advertido explícitamente al comandante local de la ONU que las milicias hutus estaban siendo armadas y entrenadas y
estaban recopilando listas de todos los tutsis de la capital, lo que le hizo sospechar que se estaba preparando una campaña de exterminio. Este importante mensaje se transmitió a los dirigentes de la ONU en Nueva York, pero no se tomó ninguna medida.
La sección bibliográfica de Power sobre Ruanda contenía unas dos docenas de libros, incluido el de Gourevitch, y aunque su relato difería en énfasis y algunos detalles, ambos eran totalmente consistentes con el artículo de Wikipedia de 21.000 palabras sobre el tema. Ambos proporcionaron la narrativa estándar de esos eventos, completamente similar a lo que yo había leído en todos los artículos de periódicos y revistas de aquella época y después, así como la trama de la importante película de Hollywood (Hotel Rwanda, 2004). Dado un acuerdo tan total, nunca había considerado apropiado cuestionar esa historia de hace tres décadas, considerando la masacre de los tutsis de Ruanda como el caso de genocidio más claro que jamás haya encontrado en los tiempos modernos.
Pero este panorama se vio repentinamente alterado en 2021, cuando me contactó un periodista canadiense independiente llamado Antony Black, quien me sugirió que considerara la posibilidad de volver a publicar varios de sus largos ensayos sobre acontecimientos históricos controvertidos, la mayoría en forma de reseñas de libros… y tras leerlos quedé muy impresionado y los publiqué. Uno de ellos, publicado originalmente en 2014, me impactó al argumentar que todo lo que yo había estado seguro de saber sobre aquellos sucesos de 1994 en Ruanda era totalmente erróneo y estaba completamente invertido. Parecía muy bien elaborado y, cuando lo presenté, la mayoría de los comentarios lo apoyaron firmemente.

Según la versión habitual, las matanzas masivas habían sido organizadas por los extremistas del poder hutu de Ruanda, que habían pasado meses planificando su proyecto genocida. Considerando que su propio presidente hutu era demasiado moderado y conciliador, estaban furiosos cuando firmó el acuerdo de paz de 1993 con el ejército rebelde de exiliados tutsis de Uganda, aceptando elecciones democráticas y un acuerdo de poder compartido étnico. Por lo tanto derribaron su avión e inmediatamente utilizaron la excusa de su muerte para desatar su campaña para exterminar por completo a los tutsis del país.

Black presentó una historia muy diferente. Señaló que en un país con un 85% de hutus y fuertes divisiones étnicas, los rebeldes tutsis no tenían ninguna posibilidad de acceder al poder mediante una votación democrática, por lo que eran los que tenían más motivos para anular el acuerdo asesinando al presidente hutu y haciéndose con el poder militarmente. De hecho, una larga investigación posterior llevada a cabo por un juez francés concluyó que Paul Kagame y su ejército tutsi habían sido responsables de ese asesinato y antiguos miembros de sus fuerzas rebeldes también respaldaron esas acusaciones, además de suprimir informes de investigadores oficiales internacionales que llegaban a esa misma conclusión. Black afirmó además que el ejército de Kagame había abandonado el alto el fuego y había iniciado su marcha hacia la capital horas antes de que el presidente hubiera sido asesinado, indicando que este último suceso formaba parte de su plan, que equivalía a un asalto militar y un golpe de estado con el que pretendían apoderarse de todo el país. Como parte de esta operación, habían infiltrado en la capital a muchos miles de combatientes tutsis rebeldes, que rápidamente lanzaron enormes oleadas de ataques contra el ejército ruandés.

El elemento central del genocidio ruandés había sido el exterminio casi total de los tutsis de Ruanda, pero según Black esto era una completa falsedad. Afirmó que los académicos estadounidenses que estudiaron detenidamente las pruebas llegaron a la conclusión de que, aunque se produjeron muchos cientos de miles de muertes de civiles en Ruanda durante esos meses, una gran mayoría de ellos (al menos dos tercios o más) eran en realidad hutus, asesinados por el ejército rebelde tutsi de Kagame, con un número de víctimas hutus que posiblemente alcanzó el millón o incluso se acercó a los dos millones. Todo el mundo está de acuerdo en que una enorme oleada de refugiados hutus huyó al Congo, pero él argumentó que la masacre había provocado su huida y no el temor a unas hipotéticas represalias.


Black ciertamente admitió que un gran número de civiles tutsis también murieron durante esos meses, la mayoría de ellos a manos de hutus indignados y aterrorizados, que tomaban represalias de manera desorganizada por la enorme masacre que estaban sufriendo en gran parte del país. Un millón de refugiados hutus huyeron a la capital para evitar las masacres del ejército tutsi de Kagame y participaron en estos ataques, pero Black argumentó que la noción de cualquier campaña de exterminio planificada centralmente era completamente falsa. La prueba más sólida detrás de tal plan fue el informe por fax enviado a principios de 1994 a la ONU, informando de los secretos proporcionados por un informante hutu de alto rango y esto fue fuertemente enfatizado en los libros de Gourevitch y Power, pero Black sostiene que se trataba de una falsificación evidente, una conclusión admitida a regañadientes por el tribunal internacional organizado para investigar y procesar a los responsables del genocidio de Ruanda.

Así, en los relatos principales, teníamos a extremistas hutus matando al presidente del país, conspirando para tomar el poder y exterminando a enormes cantidades de civiles tutsis, mientras que el relato de Black era la imagen especular, con los rebeldes tutsis responsables del asesinato, que condujo a su exitosa toma del poder en una ofensiva militar, combinada con la matanza de civiles hutus como parte de esa campaña. Como extraño con poco conocimiento de esos acontecimientos, me resultó muy difícil juzgar, entre estos relatos opuestos, lo que realmente había ocurrido durante 1994 en ese pequeño país africano. Pero sí vi al menos uno o dos puntos a favor de la versión alternativa de Black.

Wikipedia apoyó firmemente la narrativa dominante, pero mencionó algunas de las pruebas de que Kagame había estado realmente detrás del asesinato presidencial que desencadenó la crisis, lo que difícilmente respalda la teoría de una campaña de exterminio planeada durante mucho tiempo por extremistas hutus y, de hecho, señaló que el supuesto autor intelectual de ese proyecto fue posteriormente absuelto por un tribunal internacional en 2008.

Mi impresión es que gran parte de la narrativa mediática estándar sobre el genocidio se formó a partir de los primeros reportajes de Gourevitch, que también se convirtieron en la base de su gran éxito de ventas, y si Gourevitch hubiera estado en Ruanda en aquel momento, ciertamente le daría crédito a su relato, pero no llegó a Ruanda hasta el año siguiente. Luego entrevistó a muchos testigos presenciales, que le contaron los detalles de las horribles masacres de civiles tutsis y estoy seguro de que todos esos incidentes efectivamente ocurrieron. Pero en ese momento el país estaba bajo el control total de Kagame y sus victoriosos tutsis, mientras que una fracción sustancial de todos los hutus, aterrorizados y derrotados, había huido al Congo. Por lo tanto parece muy posible que relatos igualmente ciertos, sobre las enormes masacres de civiles hutus de 1994, simplemente nunca llegaran a sus oídos.

Como se mencionó anteriormente, uno de los personajes principales retratados en la historia de Gourevitch fue Paul Rusesabagina, el gerente del hotel hutu, que salvó tantas vidas tutsis y fue glorificado como el héroe central en la siguiente película de gran presupuesto. Pero, como señaló Black, más tarde se convirtió en un destacado opositor de Kagame y su régimen tutsi, culpándolos por la mayor parte de los asesinatos de 1994, y finalmente fue encarcelado durante años antes de ser finalmente liberado. Esto difícilmente prueba la versión de Black, pero sí sugiere que los hechos podrían ser mucho más complejos que los presentados en una simple obra moralista en blanco y negro, inventada por un guionista de Hollywood.

Desafortunadamente el largo artículo de Black contenía pocos enlaces o citas de su material fuente subyacente, pero me envió un apéndice personal en el que explicaba que su hermano Christopher había pasado una década en África sirviendo en el tribunal internacional que investigó y juzgó los cargos de genocidio y había sido la fuente de gran parte de su información. Sólo puedo sugerir que aquellos interesados lean su análisis con la mente abierta y decidan por sí mismos.

Aunque me impresionó bastante el extenso artículo de Black cuando lo leí hace un par de años, sólo lo conocía como un oscuro escritor canadiense y difícilmente sentí que su único análisis contrario pudiera superar absolutamente todo lo demás que había leído a lo largo las tres décadas anteriores, incluidas las numerosas críticas entusiastas de los libros premiados de Gourevitch y Power. Tenía poco tiempo o interés en emprender una investigación detallada de aquellos acontecimientos de mediados de los años 1990, por lo que hasta hace poco todavía tendía a aceptar la historia convencional del genocidio de Ruanda, añadiendo con cautela la frase “según Wikipedia” cuando la mencionaba en mi artículo de noviembre. Sin embargo, hace apenas un par de semanas, un comentario casual me llevó a otro libro que cambió sustancialmente mis puntos de vista.


Durante décadas el famoso profesor del MIT, Noam Chomsky, había reinado como uno de los intelectuales públicos más prominentes del mundo, totalmente incluido en la lista negra de los principales medios de comunicación estadounidenses, por ser izquierdista, pero muy aclamado en casi todas partes. Uno de sus trabajos más influyentes fue Manufacturing Consent, publicado en 1988, en el que sostenía que los gobiernos de Estados Unidos y otras sociedades democráticas manipulaban regularmente sus medios de comunicación nacionales, para producir un consenso público artificial detrás de las políticas que deseaban aplicar, convirtiendo así parcialmente la aprobación del electorado en una mera estampilla. Algunas de esas ideas pueden haber influido en mi propia serie American Pravda (cf. https://www.unz.com/ ).

Después de haber visto ese libro y su tesis mencionada innumerables veces en Internet, finalmente decidí leerlo hace un par de años y me sorprendió bastante descubrir que el autor principal era en realidad el fallecido Prof.
Edward Herman, de la Universidad de Pensilvania, amigo y colaborador de Chomsky desde hace mucho tiempo, pero que sólo posee una pizca de la fama mundial de este último. Incluso he visto algunas afirmaciones de que Herman había sido responsable de la mayor parte del texto.

Anteriormente no conocía a Herman, pero a partir de entonces tomé muy en serio sus puntos de vista y recientemente descubrí que en 2014 había publicado
Enduring Lies (Mentiras perdurables), un trabajo breve escrito en coautoría por el periodista independiente David Peterson, que desafiaba fuertemente la narrativa estándar sobre Ruanda, así que lo compré y lo leí.

Su pequeño volumen incluía una cita en la portada, del prestigioso periodista
John Pilger, elogiando su “investigación histórica” y también fue elogiado por muchos otros, incluidos los autores de dos libros diferentes sobre el desastre de Ruanda, y mi propio veredicto fue el mismo de Pilger. Herman era un erudito serio y su libro ofrecía una refutación devastadora y muy convincente de lo que los autores llaman "el modelo estándar" de los sucesos de Ruanda.

Aparentemente habían leído y analizado cuidadosamente todas las principales fuentes primarias y secundarias y su veredicto fue similar al de Black, pero incluso un libro breve
ofrece mucho más espacio para discutir y documentar las cuestiones clave, respaldando su análisis con más de 250 notas a pie de página y un par de apéndices. Siendo yo un outsider, que ha dedicado poco tiempo o esfuerzo a investigar este complejo tema, sus conclusiones me parecieron bastante convincentes. No me sorprendió que el extenso artículo de Wikipedia no hiciera ninguna mención de su importante trabajo.

Para la mayoría de las personas razonables, cualquier conversación sobre “genocidio” debe centrarse en las cifras y los autores argumentaron que éstas habían quedado completamente confusas en el caso de Ruanda en 1994. Nadie negó jamás que un gran número de civiles tutsis inocentes habían sido asesinados, a menudo de maneras espantosas, pero basándose en la investigación cuantitativa de un par de académicos de la Universidad de Michigan, los autores argumentaron que las cifras y porcentajes mencionados
de manera casual por Gourevitch y otros muchos fueron tremendamente exagerados. Se afirmó que cientos de miles de tutsis habían sido asesinados, lo que representaba una gran mayoría de su población total, pero en lugar de eso probablemente sólo habían muerto entre 100.000 y 200.000, mientras que el número de víctimas hutus era un múltiplo de esa cifra, tal vez incluso muchas, muchas veces más grande.

Todas las horribles historias individuales contadas por Gourevitch eran seguramente ciertas e incluso podrían haberse multiplicado por mil, pero omitió por completo todas las historias igualmente horribles de hutus masacrados, cuyas muertes habían sido mucho mayores en número, y la mayoría de los demás observadores occidentales adoptaron la
versión de Gourevitch. Un marco ideológico o narrativo que presente tales omisiones selectivas, puede promover ideas tan falsas como lo haría una mentira abierta.

Un punto importante señalado por los autores es que el tribunal internacional, establecido posteriormente para juzgar a los responsables del genocidio de Ruanda,
evitó deliberadamente incluir cualquier cobertura de las víctimas hutus o de los perpetradores tutsis, con Kagame y su entorno totalmente protegidos de cualquier investigación o sanción legal, eliminando así una gran mayoría de todos los crímenes de cualquier tipo. Ignorar por completo la mayoría de los asesinatos y a la mayoría de las víctimas puede parecer absurdo, pero refleja el fuerte apoyo político que Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países brindaron al recién establecido régimen tutsi, y cualquier fiscal que intentara ampliar la investigación fue anulado o incluso removido de su cargo.


Un tema absolutamente central de toda la cobertura de los principales medios de comunicación y de los libros había sido la naturaleza planificada del genocidio, pero Herman y Peterson señalaron que todos los líderes hutus juzgados por esos cargos fueron absueltos o sus condenas fueron revocadas en apelación, demostrando así que ese elemento de la historia tenía poca base en las pruebas o en la realidad. Uno de sus apéndices argumentaba detalladamente que el fax clave de alerta temprana, supuestamente enviado a la ONU varios meses antes de que comenzaran las matanzas, era una falsificación flagrante y los veredictos del tribunal parecían apoyar firmemente esa conclusión. También resumían las pruebas muy convincentes de que Kagame, y no ningún oscuro líder extremista hutu, había sido el responsable del asesinato del presidente hutu de Ruanda, el suceso que desencadenó el estallido de violencia.

Según sus cálculos el número total de civiles hutus asesinados en Ruanda durante 1994 fue casi con certeza de cientos de miles y pudo haber alcanzado fácilmente el millón o más, mientras que un número aún mayor de refugiados hutus fueron masacrados en el Congo durante la posterior invasión de Kagame, que afirmó haber
la lanzado para erradicar a los “criminales de guerra genocidas”. Esa invasión condujo a la Primera y Segunda Guerra del Congo, que incluso la estrictamente alineada con el establishment Wikipedia admitió que costó más de cinco millones de vidas civiles, un recuento de cadáveres que eclipsó por completo el número de muertos en Ruanda en 1994.

Sin embargo nada de ese horrendo derramamiento de sangre
(Primera y Segunda Guerra del Congo) provocó jamás protestas occidentales significativas, ni siquiera una cobertura mediática sustancial, y mucho menos protestas de “genocidio” y tribunales internacionales. En cambio, Kagame, el arquitecto central de esos acontecimientos, siguió siendo un gran héroe en la mayoría de nuestros medios occidentales. Herman y Peterson cerraron su último capítulo señalando la extrema ironía de que, aunque Kagame fue ampliamente celebrado como "el Abraham Lincoln" de África por Gourevitch y muchos de los periodistas que siguieron su ejemplo, el actual líder ruandés "es muy posiblemente el mayor asesino en serie vivo hoy."

Los autores argumentaron que esta inversión total de la realidad histórica se había mantenido desde 1994 mediante un
acceso extremadamente selectivo a los medios. Elaboraron una lista de los veinte principales defensores del “modelo estándar” y los veinte principales disidentes, y al verificar la base de datos de Factiva (https://www.dowjones.com/professional/es/factiva/ ) determinaron que los primeros habían monopolizado casi por completo el acceso a los medios, especialmente si se excluían las pequeñas publicaciones en francés. Cuando sólo se cuenta una parte de una historia, es fácil persuadir al público para que acepte casi cualquier cosa. Ciertamente puedo respaldar su análisis ya que, a pesar de mis lecturas muy extensas, hasta que Black se puso en contacto conmigo hace un par de años, nunca me di cuenta de que existía algún desacuerdo significativo con la narrativa estándar de Ruanda y mucho menos que entre los disidentes había personas altamente eruditas y creíbles.

Este tipo de situación no
carece de precedentes. Hoy en día todos somos muy conscientes de que durante la década de 1930 la terrible hambruna de Ucrania, que mató a muchos millones de ciudadanos soviéticos, fue casi totalmente ignorada y descartada por los medios de comunicación estadounidenses, de modo que pocas personas en nuestro país tenían conciencia real de ella. En cambio Walter Duranty, del New York Times, recibió el Premio Pulitzer de 1932 por su cobertura de la versión soviética, que refutó deshonestamente cualquier rumor que circulara.

Aunque el análisis de Herman y Peterson, junto con el de Black, me pareció bastante convincente, no me siento capaz de dar ningún veredicto sólido sobre acontecimientos tan distantes y sobre los cuales carezco de conocimientos. Para hacerlo necesitaría emprender una investigación mucho más amplia, leer muchos más libros sobre
ambas partes y tal vez algunos de ellos puedan hacerme regresar al “modelo estándar” que denuncian esos autores. Pero aunque todo el mundo está de acuerdo en que enormes cantidades de civiles africanos fueron masacrados en Ruanda en 1994, al menos ahora sería reacio a referirme descuidadamente al genocidio de los tutsis de Ruanda, cuya realidad nunca había cuestionado durante casi tres décadas.


Si me hubiera topado con el trabajo de Herman, Peterson y Black hace una docena o más de años, habría estado mucho menos dispuesto a considerar la posibilidad de que todo lo que siempre había sabido sobre un acontecimiento histórico tan importante fuera falso y en realidad invertido. Pero en los últimos años una gran cantidad de mis lecturas e investigaciones me han llevado a emitir el mismo veredicto sorprendente sobre el “modelo estándar” de la Segunda Guerra Mundial y algunos de sus elementos centrales. Así que no me sorprendió descubrir que algunos de los principales promotores de lo que Herman y Peterson podrían caracterizar razonablemente como “el engaño del genocidio tutsi”, fueron Deborah Lipstadt y Daniel Jonah Goldhagen, destacados estudiosos del holocausto judío… y que el Museo Conmemorativo del Holocausto de Estados Unidos estuvo muy involucrado en la promoción del “modelo estándar” de esa historia de los acontecimientos de África Oriental.

Si bien no creo que una o dos semanas de investigación sean suficientes para determinar lo que realmente ocurrió en Ruanda en 1994, si los relatos de Herman, Peterson y Black son realmente correctos, sin duda coincidirían estrechamente con mis propias y firmes conclusiones sobre la verdad histórica de la Segunda Guerra Mundial:

Una afirmación más amplia hecha por Herman y Peterson parece particularmente relevante, dados los acontecimientos más recientes. Argumentaron que los artículos y libros escritos por Gourevitch, Samantha Power y muchos otros se utilizaron cínicamente para “fabricar consentimiento” para las previstas políticas gubernamentales, incluida la exaltación de una persona al servicio de los EEUU, como Kagame, y el derrocamiento del gobierno del Congo. Señalaron que, aunque Gourevitch siempre fue retratado como un periodista desinteresado y de mentalidad independiente, en el momento en que se publicó su libro, a fines de la década de 1990, era cuñado de James Rubin, un alto funcionario del Departamento de Estado de Clinton, por lo que obviamente era alguien cercano a los círculos que toman las decisiones.

O consideremos el caso de Samantha Power, cuyo libro enormemente influyente ayudó a inspirar la doctrina de la “Responsabilidad de proteger” de la ONU. Esta construcción ideológica proporcionó a Estados Unidos y sus aliados la justificación política para intervenciones militares en otros países, con el fin de supuestamente proteger a sus poblaciones civiles de posibles masacres o genocidios inminentes. Unos años más tarde, en 2011, la OTAN utilizó esa excusa para derrocar con éxito al gobierno de Libia, lo que provocó un gigantesco desastre humanitario, y luego casi logró el mismo resultado en Siria, destruyendo la mayor parte de ese país y provocando la muerte de muchos cientos de miles de civiles.

Sin embargo, hoy en día, la masacre que Israel está perpetrando contra decenas de miles de civiles palestinos indefensos en Gaza, mientras mata por hambre a cientos de miles más, una situación mucho más flagrante, ha sido totalmente ignorada por todos esos personajes destacados, a pesar del lenguaje explícitamente genocida empleado por la mayoría de los políticos y líderes militares de Israel. Power había declarado que estaba indignada porque ningún funcionario estadounidense había dimitido en protesta por la inacción de su gobierno durante la matanza de Ruanda de 1994, pero un veredicto casi unánime de la Corte Internacional de Justicia ha declarado que la población de Gaza se enfrenta ahora a una posible genocidio a manos de Israel y, en lugar de mera inacción, el gobierno estadounidense de hoy está suministrando en realidad las municiones utilizadas para ese genocidio. A pesar de estos hechos, Power todavía se desempeña como jefa de USAID y no ha expresado ninguna crítica pública a la política de su propio gobierno y mucho menos renunció en protesta airada.

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