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miércoles, 28 de junio de 2023

Ron Unz (23 de septiembre de 2019) American Pravda: Comprender la Segunda Guerra Mundial (El acontecimiento que dio forma a nuestro mundo moderno) 1

 


https://www.unz.com/runz/american-pravda-understanding-world-war-ii/

Pat Buchanan y "la guerra innecesaria"

A finales de 2006 se puso en contacto conmigo Scott McConnell, editor de The American Conservative (TAC), quien me dijo que su pequeña revista estaba a punto de cerrar si no recibía una gran inyección económica. Yo mantenía una relación amistosa con McConnell desde 1999 y apreciaba mucho que él y sus cofundadores de TAC hubieran sido un foco de oposición a la calamitosa política exterior estadounidense de principios de la década de 2000.
Tras el 11-S, los neoconservadores centrados en Israel se las habían arreglado para hacerse con el control de la Administración Bush, al tiempo que se hacían con el control absoluto de los principales medios de comunicación estadounidenses, purgando o intimidando a la mayoría de sus críticos. Aunque estaba claro que Sadam Husein no tenía ninguna relación con los atentados, su condición de posible rival regional de Israel le había convertido en su principal objetivo y pronto empezaron a hacer sonar los tambores de guerra, hasta que Estados Unidos lanzó finalmente su desastrosa invasión en marzo de 2003.
Entre las revistas impresas, TAC estaba casi sola en la oposición incondicional a estas políticas y había atraído considerable atención cuando el editor fundador Pat Buchanan publicó "¿La guerra de quién?", señalando con el dedo acusador directamente a los neoconservadores judíos responsables, una verdad muy ampliamente reconocida en los círculos políticos y mediáticos pero casi nunca expresada públicamente. David Frum, uno de los principales promotores de la guerra de Irak, había publicado casi simultáneamente un artículo de portada en National Review en el que denunciaba como "antipatriotas" (y quizás "antisemitas") a una larga lista de críticos de la guerra conservadores, liberales y libertarios, con Buchanan a la cabeza… y la polémica y los insultos continuaron durante algún tiempo.
Dada esta historia reciente, me preocupaba que la desaparición de TAC pudiera dejar un peligroso vacío político y, estando entonces en una posición financiera relativamente fuerte, acepté rescatar la revista y convertirme en su nuevo propietario. Aunque estaba demasiado ocupado con mi propio trabajo de software como para participar directamente, McConnell me nombró editor, probablemente con la esperanza de comprometerme con la supervivencia de su revista y asegurar futuras aportaciones financieras. Mi cargo era meramente nominal y en los años siguientes, aparte de firmar cheques adicionales, mi única participación consistió en una llamada de cinco minutos cada lunes por la mañana para ver cómo iban las cosas.
Aproximadamente un año después de que empezara a apoyar a la revista, McConnell me informó de que se estaba gestando una crisis importante. Aunque Pat Buchanan había roto sus lazos directos con la publicación unos años antes, era con diferencia la figura más conocida asociada a TAC, de modo que seguía siendo amplia (aunque erróneamente) conocida como "la revista de Pat Buchanan". Pero ahora McConnell había oído que Buchanan planeaba publicar un nuevo libro que supuestamente glorificaba a Adolf Hitler y denunciaba la participación de Estados Unidos en la guerra mundial para derrotar la amenaza nazi. Promover creencias tan extrañas seguramente condenaría la carrera de Buchanan, pero el TAC ya estaba siendo atacado continuamente por activistas judíos y la consiguiente culpabilidad "neonazi" por asociación podría fácilmente hundir también a la revista.
Desesperado McConnell había decidido proteger su publicación solicitando una crítica muy hostil al historiador conservador John Lukacs, lo que aislaría a TAC del desastre que se avecinaba. Dado mi papel actual como financiador y editor de TAC, buscó naturalmente mi aprobación en esta dura ruptura con su propio mentor político. Le dije que el libro de Buchanan sonaba ciertamente ridículo y que su propia estrategia defensiva era bastante razonable y rápidamente volví a los problemas a los que me enfrentaba en mi propio proyecto de software, que lo consumía todo.
Aunque había sido algo amigo de Buchanan durante una docena de años más o menos y admiraba enormemente su valentía al oponerse a los neoconservadores en política exterior, no me sorprendió demasiado oír que podría estar preparándose para publicar un libro que promovía algunas ideas bastante extrañas. Pocos años antes había publicado La muerte de Occidente, que se convirtió en un inesperado éxito de ventas. Después de que mis amigos del TAC hablaran maravillas de su brillantez decidí leerlo y me llevé una gran decepción. Aunque Buchanan había citado generosamente un fragmento de mi propio comentario de portada "California y el fin de la América blanca", me pareció que había malinterpretado por completo lo que yo quería decir y el libro en general me pareció un tratamiento bastante pobre y retóricamente derechista de las complejas cuestiones de la inmigración y la raza, temas en los que me había centrado mucho desde principios de los años noventa. Así que, dadas las circunstancias, no me sorprendió que el mismo autor publicara ahora un libro igual de tonto sobre la Segunda Guerra Mundial, causando quizá graves problemas a sus antiguos colegas del TAC.

Meses después, aparecieron tanto la historia de Buchanan como la hostil reseña del TAC y, como era de esperar, estalló una agria polémica. Las principales publicaciones habían ignorado en gran medida el libro, pero pareció recibir enormes elogios de escritores alternativos, algunos de los cuales denunciaron ferozmente al TAC por haberlo atacado. De hecho la respuesta fue tan unilateral que cuando McConnell descubrió que un bloguero totalmente desconocido, en algún lugar, había coincidido con su propia valoración negativa, difundió inmediatamente esos comentarios en un intento desesperado de reivindicación. Colaboradores veteranos de TAC cuyos conocimientos de historia yo respetaba mucho, entre ellos Eric Margolis y William Lind, habían elogiado el libro, así que finalmente me picó la curiosidad y decidí encargar un ejemplar y leerlo por mí mismo.
Me sorprendió descubrir una obra muy diferente de lo que esperaba. Nunca había prestado demasiada atención a la historia estadounidense del siglo XX y mis conocimientos de la historia europea de esa misma época eran sólo ligeramente mejores, por lo que mis puntos de vista eran entonces en su mayoría bastante convencionales, habiendo sido formados por mis cursos de Historia nivel uno y lo que había recogido en décadas de lectura de mis diversos periódicos y revistas. Pero dentro de ese marco la historia de Buchanan parecía encajar con bastante comodidad.
La primera parte de su volumen ofrecía lo que yo siempre había considerado la visión estándar de la Primera Guerra Mundial. En su relato de los acontecimientos Buchanan explicaba cómo la compleja red de alianzas entrelazadas había conducido a una conflagración gigantesca, aunque ninguno de los líderes existentes había buscado realmente ese resultado: un enorme polvorín europeo se había encendido por la chispa de un asesinato en Sarajevo.
Pero aunque su relato era lo que yo esperaba, aportó una gran cantidad de detalles interesantes que hasta entonces desconocía. Entre otras cosas, argumentó persuasivamente que la culpa alemana de la guerra era algo menor que la de la mayoría de los demás participantes, señalando también que, a pesar de la interminable propaganda en torno al "militarismo prusiano", Alemania no había librado una guerra importante en 43 años, un historial ininterrumpido de paz considerablemente mejor que el de la mayoría de sus adversarios. Además un acuerdo militar secreto entre Gran Bretaña y Francia había sido un factor crucial en la involuntaria escalada y aun así casi la mitad del Gabinete británico había estado a punto de dimitir en oposición a la declaración de guerra contra Alemania, una posibilidad que probablemente habría desembocado en un conflicto breve y limitado confinado al Continente. También había visto pocas veces que se hiciera hincapié en que Japón había sido un aliado británico crucial y que los alemanes probablemente habrían ganado la guerra si Japón hubiera luchado en el otro bando.
Sin embargo el grueso del libro se centraba en los acontecimientos que condujeron a la Segunda Guerra Mundial y ésta era la parte que había inspirado tanto horror a McConnell y sus colegas. Buchanan describió las escandalosas disposiciones del Tratado de Versalles impuestas a una Alemania postrada y la determinación de todos los dirigentes alemanes posteriores de corregirlas. Pero mientras que sus predecesores democráticos de Weimar habían fracasado, Hitler había conseguido triunfar en gran medida mediante un farol, al tiempo que se anexionaba la Austria alemana y los Sudetes alemanes de Checoslovaquia, en ambos casos con el apoyo abrumador de sus poblaciones.
Buchanan documentó esta controvertida tesis basándose en numerosas declaraciones de destacadas figuras políticas contemporáneas, en su mayoría británicas, así como en las conclusiones de historiadores de la corriente dominante muy respetados. La exigencia final de Hitler, que el 95% de la ciudad alemana de Danzig fuera devuelta a Alemania tal y como deseaban sus habitantes, era absolutamente razonable y sólo un terrible error diplomático de los británicos había llevado a los polacos a rechazar la petición, provocando así la guerra. La extendida afirmación posterior de que Hitler pretendía conquistar el mundo era totalmente absurda y en realidad el líder alemán había hecho todo lo posible por evitar la guerra con Gran Bretaña o Francia. De hecho, en general Hitler se mostraba bastante amistoso con los polacos y había estado esperando reclutar a Polonia como aliado alemán contra la amenaza de la Unión Soviética de Stalin.
Aunque muchos estadounidenses se habrían escandalizado ante este relato de los acontecimientos que condujeron al estallido de la Segunda Guerra Mundial, la narración de Buchanan concordaba razonablemente bien con mi propia impresión de aquel período. Como estudiante de primer año de Harvard, había asistido a un curso introductorio de historia y uno de los principales textos obligatorios sobre la Segunda Guerra Mundial había sido el de A. J. P. Taylor, un reputado historiador de la Universidad de Oxford. Su famosa obra de 1961 Orígenes de la Segunda Guerra Mundial había expuesto de forma muy persuasiva un argumento bastante similar al de Buchanan y yo nunca había encontrado ninguna razón para cuestionar el juicio de mis profesores, que me lo habían trasmitido. Así que si Buchanan parecía simplemente secundar las opiniones de un destacado profesor de Oxford y de miembros de la facultad de Historia de Harvard, no entendía muy bien por qué su nuevo libro se consideraba fuera de lugar.

Es cierto que Buchanan también incluyó una crítica muy dura de Winston Churchill, catalogando una larga lista de sus supuestas políticas desastrosas y reveses políticos y asignándole una buena parte de la culpa de la participación de Gran Bretaña en ambas guerras mundiales, decisiones fatídicas que, en consecuencia, condujeron al colapso del Imperio Británico. Pero aunque mi conocimiento de Churchill era demasiado escaso para emitir un veredicto, el caso que presentó para la acusación parecía razonablemente sólido. Los neoconservadores ya odiaban a Buchanan y puesto que adoraban notoriamente a Churchill como a un superhéroe de dibujos animados, cualquier tormenta de críticas procedente de esos sectores no sería de extrañar. Pero el libro en general me pareció una historia muy sólida e interesante, el mejor trabajo de Buchanan que había leído nunca, y le di amablemente mi evaluación favorable a McConnell, que obviamente se sintió bastante decepcionado. No mucho después, decidió ceder su puesto de editor del TAC a Kara Hopkins, su adjunta desde hacía tiempo, y la oleada de vilipendios que había sufrido recientemente por parte de muchos de sus antiguos aliados buchananistas seguramente contribuyó a ello.

La purga de nuestros principales historiadores y periodistas

Aunque mi conocimiento de la historia de la Segunda Guerra Mundial era bastante rudimentario en 2008, durante la década siguiente me embarqué en una gran cantidad de lecturas sobre la historia de esa época trascendental y mi juicio preliminar sobre la corrección de la tesis de Buchanan parecía fuertemente secundado.
El reciente 70 aniversario del estallido del conflicto, que consumió tantas decenas de millones de vidas, provocó naturalmente numerosos artículos históricos y el debate resultante me llevó a desenterrar mi viejo ejemplar del breve volumen de Taylor, que releí por primera vez en casi cuarenta años. Lo encontré tan magistral y persuasivo como en mis tiempos de estudiante universitario y los elogiosos comentarios de la portada sugerían parte de la aclamación inmediata que había recibido la obra. The Washington Post alabó al autor como "el historiador vivo más destacado de Gran Bretaña", World Politics lo calificó de "poderosamente argumentado, brillantemente escrito y siempre persuasivo", The New Statesman, la principal revista británica de izquierdas, lo describió como "una obra maestra: lúcido, compasivo, bellamente escrito", y el venerable Times Literary Supplement lo caracterizó como "sencillo, devastador, superlativamente legible y profundamente perturbador". Como best-seller internacional es sin duda la obra más famosa de Taylor y puedo entender fácilmente por qué seguía estando en mi lista de lecturas obligatorias de la universidad casi dos décadas después de su publicación original.
Sin embargo, al volver a leer el innovador estudio de Taylor, descubrí algo sorprendente. A pesar de todas las ventas internacionales y de la aclamación de la crítica, las conclusiones del libro pronto despertaron una tremenda hostilidad en ciertos sectores. Las conferencias de Taylor en Oxford habían sido enormemente populares durante un cuarto de siglo, pero como consecuencia directa de la controversia, "el historiador vivo más destacado de Gran Bretaña" fue expulsado sumariamente de la facultad no mucho tiempo después. Al principio de su primer capítulo, Taylor había señalado lo extraño que le parecía que más de veinte años después del inicio de la guerra más cataclísmica del mundo no se hubiera producido ninguna historia seria que analizara detenidamente el estallido. Quizá las represalias que encontró le llevaron a comprender mejor parte de ese rompecabezas.
Taylor no fue el único en sufrir tales represalias. De hecho, como he ido descubriendo gradualmente a lo largo de la última década, su destino parece haber sido excepcionalmente leve, ya que su gran estatura le protegió parcialmente de las reacciones que siguieron a su análisis objetivo de los hechos históricos. Y tales consecuencias profesionales extremadamente graves fueron especialmente comunes en nuestro lado del Atlántico, donde muchas de las víctimas perdieron sus puestos en los medios de comunicación o en el mundo académico y desaparecieron permanentemente de la vista del público durante los años cercanos a la Segunda Guerra Mundial.
Yo había pasado gran parte de la década de 2000 produciendo un enorme archivo digitalizado que contenía el contenido íntegro de cientos de las publicaciones periódicas más influyentes de Estados Unidos de los dos últimos siglos, una colección que sumaba millones de artículos. Y durante este proceso me sorprendí una y otra vez al encontrarme con individuos cuya enorme presencia los situaba claramente entre los principales intelectuales públicos de su época, pero que más tarde habían desaparecido tan completamente que yo apenas había sido consciente de su existencia. Poco a poco empecé a reconocer que nuestra propia historia había estado marcada por una Gran Purga ideológica igual de importante, aunque menos sanguinaria, que su homóloga soviética. Los paralelismos parecían espeluznantes:

A veces me imaginaba a mí mismo un poco como un joven y serio investigador soviético de los años setenta, que empezó a escarbar en los mohosos archivos del Kremlin, olvidados desde hacía mucho tiempo, e hizo algunos descubrimientos asombrosos. Por lo visto Trotski no era el famoso espía y traidor nazi que aparece en todos los libros de texto, sino que había sido la mano derecha del propio Lenin durante los gloriosos días de la gran revolución bolchevique y durante algunos años después, había permanecido en las filas más altas de la élite del Partido. ¿Y quiénes eran esas otras figuras (Zinóviev, Kámenev, Bujarin, Rykov) que también pasaron esos primeros años en lo más alto de la jerarquía comunista? En los cursos de historia apenas habían merecido unas pocas menciones, como agentes capitalistas menores que fueron rápidamente desenmascarados y pagaron su traición con la vida. ¿Cómo pudo el gran Lenin, padre de la Revolución, ser tan idiota como para haberse rodeado casi exclusivamente de traidores y espías?
Pero a diferencia de sus análogos estalinistas de un par de años antes, las víctimas estadounidenses que desaparecieron en torno a 1940 no fueron fusiladas ni enviadas a un gulag, sino simplemente excluidas de los principales medios de comunicación que definen nuestra realidad, siendo así borradas de nuestra memoria para que las generaciones futuras olvidaran poco a poco que habían vivido alguna vez.
Un ejemplo destacado de este tipo de estadounidense "desaparecido" fue el periodista John T. Flynn, probablemente casi desconocido hoy en día, pero cuya estatura había sido enorme en otro tiempo. Como escribí el año pasado: Así que imaginen mi sorpresa al descubrir que a lo largo de la década de 1930 había sido una de las voces liberales más influyentes de la sociedad estadounidense, un escritor sobre economía y política cuyo estatus podría haberse aproximado al de Paul Krugman, aunque con un fuerte matiz escandaloso. Su columna semanal en The New Republic le permitió servir de referente para las élites progresistas de Estados Unidos, mientras que sus apariciones regulares en Colliers, un semanario ilustrado de gran tirada que llegaba a muchos millones de estadounidenses, le proporcionaron una plataforma comparable a la de una gran personalidad televisiva en el apogeo posterior de las cadenas de televisión.
Hasta cierto punto la importancia de Flynn puede cuantificarse objetivamente. Hace unos años, mencioné por casualidad su nombre a una mujer liberal, culta y comprometida, nacida en la década de 1930, y como era de esperar se quedó completamente en blanco, pero se preguntó si no se habría parecido un poco a Walter Lippmann, el famosísimo columnista de aquella época. Cuando lo comprobé vi que entre los cientos de publicaciones periódicas de mi sistema de archivo sólo había 23 artículos de Lippmann de los años 30, pero 489 de Flynn.
Un paralelismo estadounidense aún más fuerte con Taylor fue el del historiador Harry Elmer Barnes, una figura casi desconocida para mí, pero en su época un académico de gran influencia y estatura:
Imagínense mi sorpresa al descubrir más tarde que Barnes había sido en realidad uno de los primeros y más frecuentes colaboradores de Foreign Affairs, siendo el principal crítico de libros de esa venerable publicación desde su fundación en 1922, mientras que su estatura como uno de los principales académicos liberales de Estados Unidos quedaba patente por sus numerosas apariciones en The Nation y The New Republic a lo largo de esa década. De hecho se le atribuye haber desempeñado un papel fundamental en la "revisión" de la historia de la Primera Guerra Mundial, para eliminar la imagen caricaturesca de la "incalificable maldad alemana" que quedó como legado de la deshonesta propaganda bélica producida por los gobiernos opuestos británico y estadounidense. Y su talla profesional quedó demostrada por sus treinta y cinco o más libros, muchos de ellos influyentes volúmenes académicos, junto con sus numerosos artículos en The American Historical Review, Political Science Quarterly y otras destacadas revistas.
Hace unos años mencioné por casualidad a Barnes a un eminente académico estadounidense, cuyo enfoque general en ciencia política y política exterior era bastante similar, y sin embargo el nombre no significaba nada para él. A finales de la década de 1930 Barnes se había convertido en uno de los principales críticos de la participación propuesta de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, y como consecuencia de ello fue "desaparecido" permanentemente, vetado de todos los medios de comunicación convencionales, mientras que una importante cadena de periódicos fue fuertemente presionada para que pusiera fin abruptamente a su columna nacional sindicada de larga duración, en mayo de 1940.
Muchos de los amigos y aliados de Barnes cayeron en la misma purga ideológica, que él describió en sus propios escritos y que continuó tras el final de la guerra:
Más de una docena de años después de su desaparición de nuestros medios de comunicación nacionales, Barnes se las arregló para publicar Perpetual War for Perpetual Peace (Guerra perpetua por paz perpetua), una larga colección de ensayos de académicos y otros expertos que discutían las circunstancias que rodearon la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial… y hacer que una pequeña imprenta de Idaho la imprimiera y distribuyera. Su propia contribución fue un ensayo de 30.000 palabras titulado "Revisionism and the Historical Blackout" (El revisionismo y el apagón histórico), en el que analizaba los tremendos obstáculos a los que se enfrentaron los pensadores disidentes de aquel periodo.

El libro estaba dedicado a la memoria de su amigo, el historiador Charles A. Beard. Desde los primeros años del siglo XX Beard había sido una figura intelectual de gran talla e influencia, cofundador de la New School de Nueva York y presidente de la American Historical Association y de la American Political Science Association. Como uno de los principales defensores de las políticas económicas del New Deal, sus opiniones fueron abrumadoramente elogiadas.
Sin embargo una vez que se volvió contra la belicosa política exterior de Roosevelt, los editores le cerraron las puertas y sólo su amistad personal con el director de la Yale University Press permitió que su crítico volumen de 1948 President Roosevelt and the Coming of the War, 1941 apareciera siquiera impreso. La reputación estelar de Beard parece haber iniciado un rápido declive a partir de ese momento, de modo que en 1968 el historiador Richard Hofstadter podía escribir: "Hoy la reputación de Beard se alza como una imponente ruina en el paisaje de la historiografía estadounidense. Lo que una vez fue la casa más grandiosa de la provincia es ahora uns restos devastados". De hecho la antaño dominante "interpretación económica de la historia" de Beard casi podría tacharse hoy en día de promover "peligrosas teorías conspirativas" y sospecho que pocos no historiadores han oído hablar de él.
Otro de los principales colaboradores del volumen de Barnes fue William Henry Chamberlin, que durante décadas había figurado entre los principales periodistas de política exterior de Estados Unidos, con más de 15 libros en su haber, la mayoría de ellos amplia y favorablemente reseñados. Sin embargo America's Second Crusade, su análisis crítico de 1950 sobre la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, no consiguió encontrar un editor convencional y, cuando apareció, fue ampliamente ignorado por los críticos. Antes de su publicación, su firma había aparecido regularmente en las revistas nacionales más influyentes, como The Atlantic Monthly y Harpers. Pero después sus escritos se limitaron casi exclusivamente a boletines y publicaciones periódicas de pequeña tirada, dirigidos a un reducido público conservador o libertario.
En estos días de Internet, cualquiera puede crear fácilmente un sitio web para publicar sus opiniones, poniéndolas así inmediatamente a disposición de todo el mundo. Las redes sociales, como Facebook y Twitter, pueden hacer llegar material interesante o polémico a millones de personas con un par de clics de ratón, sin necesidad de intermediarios establecidos. Nos resulta fácil olvidar lo extremadamente difícil que era la difusión de ideas disidentes en los tiempos de la imprenta, el papel y la tinta, y reconocer que un individuo expulsado de su medio habitual podría necesitar muchos años para recuperar un punto de apoyo significativo para la distribución de su trabajo.


Ron Unz - The Unz Review - 11 de junio de 2018 - American Pravda: Nuestra gran purga de los años 40 (
https://www.unz.com/runz/american-pravda-our-great-purge-of-the-1940s/)

Los escritores británicos se habían enfrentado a peligros ideológicos similares años antes de que A. J. P. Taylor se aventurara en esas aguas turbulentas, como descubrió un distinguido historiador naval británico en 1953:

El autor de Odio incondicional era el capitán Russell Grenfell, un oficial de la marina británica que había servido con distinción en la Primera Guerra Mundial y más tarde ayudó a dirigir la Escuela de Estado Mayor de la Marina Real, al tiempo que publicaba seis libros muy apreciados sobre estrategia naval y ejercía de corresponsal naval del Daily Telegraph. Grenfell era consciente de que cualquier guerra importante va acompañada casi inevitablemente de grandes cantidades de propaganda extremista, pero transcurridos varios años desde el fin de las hostilidades le preocupaba cada vez más que, a menos que se aplicara pronto un antídoto de forma generalizada, el veneno persistente de esas exageraciones bélicas pudiera amenazar la paz futura de Europa.
Su considerable erudición histórica y su reservado tono académico brillan en este fascinante volumen, que se centra principalmente en los acontecimientos de las dos guerras mundiales, pero a menudo contiene digresiones sobre los conflictos napoleónicos o incluso anteriores. Uno de los aspectos intrigantes de su análisis es que gran parte de la propaganda antialemana que trata de desacreditar se consideraría hoy tan absurda y ridícula que se ha olvidado casi por completo, mientras que gran parte de la imagen extremadamente hostil que tenemos actualmente de la Alemania de Hitler casi no recibe mención alguna, posiblemente porque aún no se había establecido o porque entonces todavía se consideraba demasiado descabellada para que alguien la tomara en serio. Entre otros asuntos informa con considerable desaprobación de que los principales periódicos británicos habían publicado en sus titulares artículos sobre las horribles torturas que se infligían a los prisioneros alemanes en los juicios por crímenes de guerra con el fin de arrancarles todo tipo de confesiones dudosas.

Algunas de las afirmaciones casuales de Grenfell plantean dudas sobre varios aspectos de nuestra imagen convencional de las políticas de ocupación alemanas. Señala numerosas historias en la prensa británica de antiguos "trabajadores esclavos" franceses que más tarde organizaron reuniones amistosas de posguerra con sus antiguos empleadores alemanes. También afirma que en 1940 esos mismos periódicos británicos habían informado del comportamiento absolutamente ejemplar de los soldados alemanes hacia los civiles franceses, aunque después de que los ataques terroristas de las fuerzas clandestinas comunistas provocaran represalias, las relaciones a menudo empeoraron mucho.
Y lo que es más importante, señala que la enorme campaña de bombardeos estratégicos de los Aliados contra las ciudades y la industria francesas había matado a un gran número de civiles, probablemente muchos más de los que habían muerto a manos alemanas, provocando así un gran odio como consecuencia inevitable. En Normandía a él y a otros oficiales británicos se les había advertido que fueran muy cautelosos con los civiles franceses que encontraran por temor a que pudieran ser objeto de ataques mortales.
Aunque el contenido y el tono de Grenfell me parecen excepcionalmente ecuánimes y objetivos, otros seguramente vieron su texto de forma muy diferente. En la solapa de Devin-Adair se señala que ningún editor británico quiso aceptar el manuscrito y cuando apareció el libro ningún crítico estadounidense importante reconoció su existencia. Y lo que es aún más inquietante, se dice que Grenfell estaba trabajando intensamente en una segunda parte cuando murió repentinamente en 1954 por causas desconocidas y su larga necrológica en el Times de Londres indica que tenía 62 años.
Otro destacado observador contemporáneo de la época ofrece un retrato de Francia durante la Segunda Guerra Mundial diametralmente opuesto al de la narrativa actual, ampliamente aceptada:
En materia francesa, Grenfell hace varias referencias extensas a un libro de 1952 titulado France: The Tragic Years, 1939-1947 de Sisley Huddleston, un autor totalmente desconocido para mí, lo que despertó mi curiosidad. Las numerosas apariciones de Huddleston en The Atlantic Monthly, The Nation y The New Republic, además de sus treinta libros bien considerados sobre Francia, parecen confirmar que pasó décadas como uno de los principales intérpretes de Francia para los lectores cultos estadounidenses y británicos. De hecho su entrevista exclusiva con el Primer Ministro británico Lloyd George, en la Conferencia de Paz de París se convirtió en una primicia internacional. Como tantos otros escritores, tras la Segunda Guerra Mundial su editor estadounidense pasó a ser de forma obligada Devin-Adair, que publicó una edición póstuma de su libro en 1955. Dadas sus eminentes credenciales periodísticas, la obra de Huddleston sobre el periodo de Vichy fue reseñada en publicaciones periódicas estadounidenses, aunque de forma bastante somera y desdeñosa… y yo pedí un ejemplar y lo leí.
No puedo dar fe de la exactitud del relato de 350 páginas de Huddleston sobre Francia durante los años de la guerra e inmediatamente después, pero como periodista muy distinguido y observador durante mucho tiempo, que fue testigo ocular de los acontecimientos que describe, escribiendo en una época en la que la narración histórica oficial aún no se había concretado, creo que sus opiniones deberían tomarse muy en serio. No cabe duda de que el círculo personal de Huddleston era bastante amplio, siendo el ex embajador de Estados Unidos William Bullitt uno de sus amigos más antiguos. Y sin duda la presentación de Huddleston es radicalmente diferente de la historia convencional que yo siempre había oído.
Tal y como Huddleston describe las cosas, el ejército francés se derrumbó en mayo de 1940 y el gobierno llamó desesperadamente a Petain, que entonces tenía unos 80 años y era el mayor héroe de guerra del país, de su puesto como embajador en España. El Presidente francés no tardó en pedirle que formara un nuevo gobierno y concertara un armisticio con los victoriosos alemanes, propuesta que recibió el apoyo casi unánime de la Asamblea Nacional y el Senado franceses, incluido el respaldo de prácticamente todos los parlamentarios de izquierda. Petain consiguió este resultado y otro voto casi unánime del parlamento francés le autorizó a negociar un tratado de paz completo con Alemania, lo que sin duda situó sus acciones políticas sobre la base legal más sólida posible. En ese momento, casi toda Europa creía que la guerra había terminado y que Gran Bretaña pronto firmaría la paz.

Mientras el gobierno francés de Petain, plenamente legitimado, negociaba con Alemania, un pequeño número de incondicionales, entre ellos el coronel Charles de Gaulle, desertaron del ejército y huyeron al extranjero, declarando que pretendían continuar la guerra indefinidamente, pero inicialmente atrajeron un apoyo o atención mínimos. Un aspecto interesante de la situación fue que De Gaulle había sido durante mucho tiempo uno de los principales protegidos de Petain y una vez que su perfil político comenzó a elevarse un par de años más tarde, a menudo se especulaba en voz baja que él y su antiguo mentor habían acordado una "división del trabajo", en la que uno hacía la paz oficial con los alemanes mientras que el otro se marchaba para convertirse en el centro de la resistencia en ultramar, en el incierto caso de que surgieran diferentes oportunidades.
Aunque el nuevo gobierno francés de Petain garantizó que su poderosa armada nunca sería utilizada contra los británicos, Churchill no se arriesgó y rápidamente lanzó un ataque contra la flota de su antiguo aliado, cuyos barcos ya estaban desarmados e indefensos amarrados en puerto, hundiendo a la mayoría de ellos y matando hasta 2.000 franceses en la ocasión. Este incidente no fue muy diferente del ataque japonés a Pearl Harbor al año siguiente e irritó a los franceses durante muchos años.
A continuación Huddleston dedica gran parte del libro a analizar la compleja política francesa de los años siguientes, mientras la guerra continuaba de forma inesperada, con Rusia y Estados Unidos uniéndose finalmente a la causa aliada (***). Durante este periodo, los dirigentes políticos y militares franceses realizaron un difícil ejercicio de equilibrismo, resistiéndose a las exigencias alemanas en algunos puntos y consintiendo en otros, mientras el movimiento de resistencia interna crecía gradualmente, atacando a soldados alemanes y provocando duras represalias alemanas. Dada mi falta de experiencia, no puedo juzgar la exactitud de su narrativa política, pero me parece bastante realista y plausible, aunque los especialistas seguramente encontrarán fallos.
Sin embargo las afirmaciones más notables del libro de Huddleston llegan hacia el final, cuando describe lo que acabó conociéndose como "la Liberación de Francia" durante 1944-45, cuando las fuerzas alemanas en retirada abandonaron el país y se retiraron a sus propias fronteras. Entre otras cosas sugiere que el número de franceses que reclamaban credenciales de la "Resistencia" se multiplicó hasta por cien una vez que los alemanes se hubieron marchado y ya no había ningún riesgo en adoptar esa postura.
Y en ese momento pronto comenzó un enorme derramamiento de sangre, con diferencia la peor oleada de ejecuciones extrajudiciales de toda la historia de Francia. La mayoría de los historiadores coinciden en que murieron unas 20.000 vidas en el famoso "Reinado del Terror" de la Revolución Francesa y quizá 18.000 murieron durante la Comuna de París de 1870-71 y su brutal represión. Pero según Huddleston los dirigentes estadounidenses estimaron que hubo al menos 80.000 "ejecuciones sumarias" sólo en los primeros meses después de la Liberación, mientras que el diputado socialista que ocupaba el cargo de ministro del Interior en marzo de 1945 y que habría estado en la mejor posición para saberlo, informó a los representantes de De Gaulle de que se habían producido 105.000 asesinatos sólo entre agosto de 1944 y marzo de 1945, una cifra que fue ampliamente citada en los círculos públicos de la época.
Dado que una gran parte de la población francesa había pasado años comportándose de un modo que ahora, de repente, podía considerarse "colaboracionista", un enorme número de personas se encontraban en una situación vulnerable, incluso con riesgo de muerte, y a veces trataban de salvar sus propias vidas denunciando a sus conocidos o vecinos. Los comunistas clandestinos habían sido durante mucho tiempo un elemento importante de la Resistencia y muchos de ellos tomaban represalias con entusiasmo contra sus odiados "enemigos de clase", mientras que numerosos individuos aprovechaban la oportunidad para ajustar cuentas privadas. Otro factor era que muchos de los comunistas que habían luchado en la Guerra Civil española, incluidos miles de miembros de las Brigadas Internacionales, habían huido a Francia tras su derrota militar en 1938 y ahora, a menudo, tomaban la iniciativa en la ejecución de la venganza contra el mismo tipo de fuerzas conservadoras que previamente les habían derrotado en su propio país.

Aunque el propio Huddleston era un periodista internacional de edad avanzada, bastante distinguido, con amigos estadounidenses muy bien situados… y había prestado algunos servicios menores en nombre de los dirigentes de la Resistencia, él y su esposa escaparon por poco a la ejecución sumaria durante ese período y ofrece una recopilación de las numerosas historias que escuchó de víctimas menos afortunadas. Pero lo que parece haber sido con mucho el peor derramamiento sectario de sangre de la historia de Francia ha sido rebautizado tranquilamente como "la Liberación" y eliminado casi por completo de nuestra memoria histórica, excepto por las famosas cabezas afeitadas de algunas mujeres deshonradas. Hoy en día Wikipedia constituye la destilación congelada de nuestra Verdad Oficial y su entrada sobre aquellos acontecimientos cifra el número de muertos en apenas una décima parte de las cifras citadas por Huddleston, que sin embargo me parece una fuente mucho más creíble.
Es fácil imaginar que una persona prominente y muy apreciada, en la cima de su carrera y de su influencia pública, pierda repentinamente el juicio y comience a promover teorías excéntricas y erróneas, asegurando así su caída. En tales circunstancias sus afirmaciones pueden ser tratadas con gran escepticismo y quizá simplemente ignoradas.
Pero cuando el número de estas voces tan reputadas pero contrarias es lo suficientemente grande y las afirmaciones que hacen parecen generalmente coherentes entre sí, ya no podemos desestimar sus críticas de manera rutinaria. Su postura comprometida en estas cuestiones controvertidas había resultado fatal para su prestigio público y, aunque debieron de reconocer estas probables consecuencias, siguieron ese camino, tomándose incluso la molestia de escribir extensos libros presentando sus puntos de vista y buscando algún editor en algún lugar que estuviera dispuesto a publicarlos.
John T. Flynn, Harry Elmer Barnes, Charles Beard, William Henry Chamberlin, Russell Grenfell, Sisley Huddleston y muchos otros eruditos y periodistas del más alto calibre y reputación contaron una historia de la Segunda Guerra Mundial bastante coherente, pero en total desacuerdo con la narrativa establecida hoy en día, y lo hicieron a costa de destruir sus carreras. Una o dos décadas más tarde, el renombrado historiador A. J. P. Taylor reafirmó esta misma narrativa básica y, como consecuencia, fue purgado de Oxford. Me resulta muy difícil explicar el comportamiento de todos estos individuos a menos que estuvieran presentando un relato veraz.
Si una clase política gobernante y sus medios de comunicación ofrecen cuantiosas recompensas en forma de financiación, promoción y aclamación pública a quienes apoyan la propaganda de su partido y arrojan a las tinieblas a quienes disienten, las declaraciones de los primeros deben considerarse con considerable desconfianza. Barnes popularizó la expresión "historiadores de corte" para describir a aquellos individuos poco sinceros y oportunistas, que siguen los vientos políticos dominantes y nuestros medios de comunicación actuales están ciertamente repletos de este tipo de personas.
Un clima de grave represión intelectual complica enormemente nuestra capacidad para desvelar los acontecimientos del pasado. En circunstancias normales se pueden sopesar afirmaciones opuestas en el toma y daca del debate público o académico, pero esto resulta obviamente imposible si los temas que se discuten están prohibidos. Además los escritores de historia son seres humanos y si han sido purgados de sus prestigiosos puestos, puestos en la lista negra en el espacio público e incluso arrojados a la pobreza, no debería sorprendernos que a veces se enfaden y se amarguen por su destino, quizás reaccionando de formas que sus enemigos puedan utilizar más tarde para atacar su credibilidad.
A. J. P. Taylor perdió su puesto en Oxford por publicar su honesto análisis de los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, pero su enorme estatura previa y la aclamación generalizada que había recibido su libro parecieron protegerle de mayores daños y la propia obra pronto fue reconocida como un gran clásico, permaneciendo permanentemente impresa y adornando más tarde las listas de lecturas obligatorias de nuestras universidades más elitistas. Sin embargo otros que se adentraron en esas mismas aguas turbulentas tuvieron mucha menos suerte.

El mismo año en que apareció el libro de Taylor, también lo hizo una obra que abarcaba prácticamente el mismo tema, escrita por un académico en ciernes llamado David L. Hoggan. Hoggan se había doctorado en 1948 en historia diplomática en Harvard, con el profesor William Langer, una de las figuras más destacadas en ese campo… y su obra inaugural The Forced War (La guerra forzada) fue una consecuencia directa de su tesis doctoral. Mientras que el libro de Taylor era bastante breve y se basaba principalmente en fuentes públicas y algunos documentos británicos, el volumen de Hoggan era excepcionalmente largo y detallado, con casi 350.000 palabras, incluyendo referencias, y se basaba en sus muchos años de minuciosa investigación en los archivos gubernamentales de Polonia y Alemania recientemente disponibles. Aunque los dos historiadores estaban totalmente de acuerdo en que Hitler no había querido desencadenar la Segunda Guerra Mundial, Hoggan sostenía que varias personas poderosas del gobierno británico habían trabajado deliberadamente para provocar el conflicto, forzando así a la Alemania de Hitler a entrar en guerra, tal como sugería su título.
Dada la naturaleza altamente controvertida de las conclusiones de Hoggan y su falta de logros académicos previos, su enorme obra sólo apareció en una edición alemana, donde rápidamente se convirtió en un bestseller muy debatido en ese idioma. Como académico novel, Hoggan era bastante vulnerable a la enorme presión y el oprobio a los que seguramente tuvo que enfrentarse. Parece que discutió con Barnes, su mentor revisionista, mientras que sus esperanzas de conseguir una edición en inglés a través de una pequeña editorial estadounidense pronto se disiparon. Tal vez como consecuencia de ello el joven académico sufrió más tarde una serie de crisis nerviosas y a finales de la década de 1960 renunció a su puesto en el San Francisco State College, el último cargo académico serio que ocuparía. Posteriormente se ganó la vida como investigador en un pequeño centro de estudios libertarios y, tras su cierre, impartió clases en una universidad local, lo que no era la trayectoria profesional esperable de alguien que había empezado con tan auspiciosas credenciales de Harvard.
En 1984 estaba a punto de publicarse una versión inglesa de su principal obra, cuando las instalaciones de su pequeña editorial revisionista en la zona de Los Ángeles fueron incendiadas y totalmente destruidas por militantes judíos, borrando así las planchas y todas las existencias. Hoggan murió de un ataque al corazón en 1988, a la edad de 65 años, y al año siguiente apareció por fin una versión inglesa de su obra, casi tres décadas después de que se escribiera originalmente. Sin embargo en Internet existe una versión en PDF que carece de todas las notas a pie de página y ahora he añadido el volumen de Hoggan a mi colección de Libros HTML, poniéndolo por fin convenientemente a disposición de un público más amplio, casi seis décadas después de su finalización.


David L. Hoggan (1989) La guerra forzada. Cuando fracasó el revisionismo pacífico (https://www.unz.com/book/david_l_hoggan__the-forced-war/ )

Hace poco que descubrí la obra de Hoggan y me pareció excepcionalmente detallada y exhaustiva, aunque bastante árida. Leí las primeras cien páginas más o menos, además de algunas selecciones aquí y allá, sólo una pequeña parte de las 700 páginas, pero suficiente para hacerme una idea del material.
La breve introducción de 1989 del editor lo caracteriza como un tratamiento exhaustivo y único de las circunstancias ideológicas y diplomáticas que rodearon el estallido de la guerra y parece una apreciación acertada, que incluso puede seguir siendo válida hoy en día. Por ejemplo, el primer capítulo ofrece una descripción notablemente detallada de las diversas corrientes ideológicas en conflicto del nacionalismo polaco durante el siglo anterior a 1939, un tema muy especializado que no había encontrado en ningún otro sitio ni me había parecido de gran interés.
A pesar de su larga supresión, en muchas circunstancias un trabajo tan exhaustivo basado en muchos años de investigación de archivos podría constituir la base académica para historiadores posteriores y de hecho varios autores revisionistas recientes se han basado en Hoggan exactamente de esa manera. Pero por desgracia existen serias dudas. Tal y como cabría esperar, la inmensa mayoría de los debates sobre Hoggan que se encuentran en Internet son hostiles e insultantes y, por razones obvias, normalmente podrían desestimarse. Sin embargo Gary North, un destacado revisionista que conoció personalmente a Hoggan, ha sido igualmente crítico y lo ha tachado de parcial, poco fiable e incluso deshonesto.
Mi opinión es que la inmensa mayoría del material de Hoggan es probablemente correcto y exacto, aunque podamos discutir sus interpretaciones. Sin embargo, ante acusaciones tan graves, probablemente deberíamos tratar todas sus afirmaciones con cierta cautela, sobre todo teniendo en cuenta que se necesitaría una considerable investigación de archivo para verificar la mayoría de los resultados específicos de su investigación. De hecho, dado que gran parte del marco general de los acontecimientos de Hoggan coincide con el de Taylor, creo que en general es mucho mejor confiar en este último.

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