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lunes, 10 de julio de 2023

Giorgio Agamben (13 de abril de 2020) Una pregunta

 


La peste marcó para la ciudad el comienzo de la corrupción… Ya nadie estaba dispuesto a perseverar en lo que antes había juzgado bueno, porque creía que tal vez moriría antes de alcanzarlo.

Tucídides, La guerra del Peloponeso, II, 53

Me gustaría compartir con quienes lo deseen una pregunta a la que vengo dando vueltas desde hace más de un mes. ¿Cómo pudo ocurrir que todo un país se derrumbara ética y políticamente sin darse cuenta? Las palabras que he utilizado para formular esta pregunta han sido cuidadosamente consideradas una a una. El alcance de la abdicación de los propios principios éticos y políticos es, en realidad, muy sencillo: se trata de preguntarse cuál es el límite más allá del cual uno no está dispuesto a renunciar a ellos. Creo que el lector que se tome la molestia de considerar los siguientes puntos no dejará de estar de acuerdo en que -sin darse cuenta o fingiendo no darse cuenta- se ha cruzado el umbral que separa la humanidad de la barbarie.


1) El primer punto, quizá el más grave, se refiere a los cadáveres. ¿Cómo podíamos aceptar, sólo en nombre de un riesgo que no se podía precisar, que nuestros seres queridos y los seres humanos en general no sólo murieran solos, sino -cosa que nunca había ocurrido en la historia, desde Antígona hasta nuestros días- que sus cadáveres fueran quemados sin funeral?


2) Aceptamos entonces, sin hacer demasiado alboroto, sólo en nombre de un riesgo que no se podía precisar, limitar hasta un punto que nunca antes había ocurrido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra se limitaba a ciertas horas) nuestra libertad de circulación. En consecuencia, acordamos, sólo en nombre de un riesgo que no se podía precisar, suspender de facto nuestras relaciones de amistad y amor, porque nuestro vecino se había convertido en una posible fuente de contagio.


3) Esto ha podido suceder -y aquí tocamos la raíz del fenómeno- porque hemos escindido la unidad de nuestra experiencia vital, que siempre es inseparablemente a la vez corporal y espiritual, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva y cultural por otro. Ivan Illich ha mostrado, y David Cayley lo ha recordado aquí recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta escisión, que se da por supuesta y es, en cambio, la mayor de las abstracciones. Soy muy consciente de que esta abstracción ha sido lograda por la ciencia moderna a través de dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa.
Pero si esta condición se extiende más allá de sus límites espaciales y temporales, como se intenta hoy, y se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las que no hay escapatoria.


Sé que alguien se apresurará a replicar que se trata de una condición temporal limitada, tras la cual todo volverá a ser como antes. Es realmente singular que se pueda repetir esto, si no es de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que, cuando ésta termine, habrá que seguir observando las mismas directivas y que el "distanciamiento social", como lo han llamado con un significativo eufemismo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y, en cualquier caso, lo que de buena o mala fe uno ha aceptado sufrir no puede borrarse.


No puedo, llegados a este punto, en el que he cargado las responsabilidades de cada uno de nosotros, dejar de mencionar las responsabilidades aún más graves de quienes habrían tenido la tarea de velar por la dignidad del hombre. En primer lugar, la Iglesia, que, al convertirse en la servidora de la ciencia, convertida ahora en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha repudiado radicalmente sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que hay que estar dispuesto a sacrificar la propia vida antes que la propia fe y que renunciar al prójimo es renunciar a la propia fe.


Otra categoría que ha faltado a sus deberes es la de los juristas. Llevamos mucho tiempo acostumbrados al uso temerario de decretos de urgencia, mediante los cuales el poder ejecutivo de facto sustituye al poder legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han sobrepasado todos los límites y uno tiene la impresión de que las palabras del primer ministro y del jefe de la defensa civil tienen, como se dijo de las del Führer, fuerza de ley inmediata. Y es difícil ver cómo, una vez expirado el plazo de validez de los decretos de excepción, se pueden mantener, como se anuncia, las restricciones a la libertad. ¿Con qué dispositivos legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respetan las normas de la Constitución, pero los juristas callan. ¿Quare silete iuristae in munere vestro? (¿Por qué los juristas en su función están en silencio?)


Sé que invariablemente habrá quien responda que el sacrificio, aunque grave, se hizo en nombre de principios morales. A éstos me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, no se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho según su conciencia, en obediencia a lo que él consideraba los preceptos de la moral kantiana. Una norma que afirma que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como otra que, para proteger la libertad, exige renunciar a la libertad.

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