En la serie "El disenso como locura", hemos estado
explorando el nexo entre psicología y política.
En la
Parte 1 de esta serie, "La militarización de la psicología",
detallé el proceso por el cual la profesión psiquiátrica se ha
convertido en un instrumento para reprimir y marginar a los
disidentes políticos.
En la Parte 2, "Locos teóricos
de la conspiración", documenté cómo esta psicología armada
se ha esgrimido contra los teóricos de la conspiración,
patologizando a aquellos que tratan de señalar las verdades obvias
sobre acontecimientos mundiales como el 11-S y la estafemia.
En
la Parte 3, "Proyecciones de los psicópatas", documenté
la psicopatología de aquellos en posiciones de poder político y
señalé cómo la sociedad misma está siendo deformada para reflejar
la propia psique retorcida de esos psicópatas.
Por
último, en la conclusión de esta semana de la serie, abordaré la
cuestión más importante de todas: ¿cómo podemos escapar del
manicomio construido por los psicópatas políticos?
Patocracia
(gobierno de los psicopátas)
La
propaganda estatista en Occidente intenta convencernos de que vivimos
en una democracia, ejemplificando el famoso ideal de Abraham Lincoln
de "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo".
Pero esto oculta abuso
mediante engaños (gaslighting). En
realidad, vivimos en una patocracia (pathocracy) que, parafraseando a
Lincoln, podría definirse como "el gobierno de los psicópatas,
por los psicópatas, para los psicópatas".
Aunque
"patocracia" sigue siendo un concepto extraño para muchos,
ya es un fenómeno bien establecido y documentado. El término fue
acuñado por Andrew Lobaczewski (un psicólogo polaco cuya
vida se vio marcada por su experiencia al crecer primero bajo el yugo
de la brutal ocupación nazi y luego bajo el igualmente brutal
régimen soviético) en su libro Political
Ponerology.
Lobaczewski define la patocracia como
un sistema de gobierno "en el que una pequeña minoría de
psicópatas toma el control de una sociedad de gente normal". A
continuación, en un capítulo de la Ponerología Política dedicado
al tema, describe cómo se desarrollan las patocracias, cómo
consolidan el poder y cómo engañan, engatusan, intimidan e inducen
de cualquier otro modo a los no psicópatas a participar en su
locura.
¿Cómo puede
superarse la aversión natural de los soldados a apretar el gatillo
contra completos desconocidos? ¿Cómo
pueden los médicos, que han
jurado no hacer daño, participar en la locura fraudulenta
de los últimos años? ¿Cómo
se puede inducir a policías
normales y corrientes, de clase trabajadora, a golpear brutalmente a
manifestantes pacíficos? Estas son las preguntas que
mantienen en vela tanto a los patócratas en el poder como a los que
buscan escapar de la patocracia, aunque por razones muy
diferentes.
Afortunadamente no tenemos que reflexionar
sobre estas cuestiones en el vacío. De hecho, las condiciones para
crear un entorno en el que una persona normal puede ser inducida a
participar en actos malvados han sido estudiadas, catalogadas y
debatidas por psicólogos durante casi un siglo. No es sorprendente,
sin embargo, que esta investigación, aparentemente destinada a
comprender mejor cómo las personas pueden protegerse contra tal
manipulación, haya sido utilizada como arma por los patócratas y
utilizada para perfeccionar la creación de sistemas para volver más
obedientes a los seguidores del orden. De hecho, este era en parte el
objetivo de los conocidos pero casi totalmente malinterpretados
experimentos de Milgram (de los que hablaremos más
adelante).
Llegados a este punto de nuestra exploración, por fin empezamos a comprender en toda su magnitud el problema que plantean los psicópatas en posiciones de poder político, empresarial y financiero. El problema no es sólo que la psicología se ha convertido en un arma contra aquellos de nosotros que participan en la disidencia política. El problema no es simplemente que este sistema para suprimir y patologizar la disidencia haya sido creado por gentes literalmente psicópatas y sus lacayos sociópatas. El problema es que el propio Estado es psicópata y está deformando activamente la moral de individuos mentalmente sanos, haciendo que adopten rasgos psicopáticos a cambio de recompensas materiales y posiciones de autoridad. Ese es el problema de la patocracia.
Una vez que nos
damos cuenta de la gravedad de esta situación, se nos plantea una
pregunta obvia: ¿podemos librarnos del yugo de los psicópatas
políticos y derrocar su patocracia? Como de costumbre, la calidad de
nuestra respuesta a esta pregunta depende directamente de la
profundidad de nuestra comprensión del problema subyacente.
Por
ejemplo, recientemente en la sección de comentarios de The
Corbett Report, el suscriptor aka TruthSeeker enmarcó
el problema de derrocar la patocracia de esta manera: "quizá
podamos encontrar la manera de eliminar a los psicópatas de todos
los puestos de poder". A primera vista esta sugerencia
parece una línea de acción razonable. Después de todo, si
pudiéramos encontrar una manera de "eliminar a los psicópatas
de todos los puestos de poder", eso resolvería automáticamente
el problema de la psicopatía política, ¿no? Pero, como señaló G.
Jinping, también suscriptor de The Corbett Report,
en su respuesta a TruthSeeker:
Tendremos que idear una
solución (para sacar a los
psicópatas del poder) que tenga en cuenta que el número
dos, el número tres, etc. … son probablemente también
psicópatas que están en una etapa previa a
su ascenso a la cima. Tal vez podríamos elegir nombres al azar de la
guía telefónica, ¡si todavía tuviéramos guías telefónicas! En
serio, se trata de un problema insoluble, que sólo puede abordarse
con la descentralización del poder. No espero que eso ocurra pronto.
De hecho, como bien observa G. Jinping, el problema es más profundo
de lo que muchos están dispuestos a creer.
La propuesta
de TruthSeeker sólo sería viable si hubiera unos pocos psicópatas
aislados que hubieran ascendido a puestos de poder político. Pero si
de hecho hay muchos psicópatas que compiten entre sí por el control
político, entonces tenemos que entender que eliminar a los
psicópatas políticos actuales, simplemente abriría la puerta a que
otros ocuparan esos puestos vacantes. Peor aún, dada la naturaleza
psicopática de la estructura de poder tal y como existe,
el propio sistema garantiza que los psicópatas y sociópatas, que
por definición no muestran remordimientos ni escrúpulos morales a
la hora de hacer daño a los demás, acaben ganando la feroz batalla
por ocupar los puestos más altos de la jerarquía política.
Sólo
cuando damos un paso atrás e interrogamos al sistema político en su
conjunto podemos apreciar que la propia existencia de esos escaños
de poder, desde los que un puñado de individuos puede gobernar sobre
las masas, es en sí misma una construcción de la patocracia. A
menos y hasta que esos puestos de poder sean eliminados por completo,
nunca nos libraremos de la lucha por el dominio que recompensa a los
psicópatas con el control sobre los demás. La eliminación de esos
puestos de poder, sin embargo, no ocurrirá hasta que derroquemos el
supuesto subyacente de que ante todo la centralización del poder es
necesaria. Y lamentablemente, como bien observa G. Jinping, dado el
estado relativamente infantil del desarrollo político de la
humanidad, no deberíamos esperar que el Anillo
del Poder sea arrojado a las llamas del Monte
del Destino en breve.
Así que, para aquellos
de nosotros, individuos moralmente sanos, que actualmente vivimos
bajo el gobierno de los psicópatas, la pregunta sigue siendo: ¿qué
podemos hacer para derrocar la patocracia? Resulta que la respuesta a
esa pregunta puede ser mucho más sencilla de lo que
pensamos.
Cortacircuitos
En la década de 1960
el psicólogo Stanley Milgram se propuso estudiar hasta
qué punto la obediencia ciega
de las personas a la autoridad
percibida influye en su
comportamiento. Con este objetivo Milgram comenzó su
siniestro estudio de la obediencia, el 7
de agosto de 1961.
Los resultados de estos experimentos, bien conocidos por el público en general, demuestran que se puede inducir a personas normales y corrientes a administrar descargas eléctricas potencialmente mortales a completos desconocidos, sólo porque lo diga una figura de autoridad. Este hallazgo se suele resumir con el hecho de que la friolera del 65% de los participantes en el estudio original de 40 personas estaban dispuestos a administrar una descarga de 450 voltios (lo que se les hizo creer que podía ser una descarga potencialmente letal) a una persona visiblemente angustiada, sin más justificación que la indicación de una persona con bata de laboratorio y un sujetapapeles.
Los experimentos de
Milgram, uno de los estudios psicológicos más famosos del siglo XX,
han generado un sinfín de debates, controversias y escrutinios. Los
críticos de los experimentos, promovidos por la NPR (National
Public Radio), que
sostienen que la mayoría de los participantes en el estudio sabían
que la situación era falsa y que desobedecieron incluso más a
menudo de lo que se dijo, se enfrentan a menudo a los defensores del
experimento, que señalan correctamente que las impactantes
conclusiones de los experimentos se han reproducido de forma
independiente una y otra vez en países de todo el mundo. En una
reproducción especialmente retorcida, los investigadores incluso
intentaron asegurarse de que ningún sujeto sospechara que el
experimento era falso, administrando descargas eléctricas reales a
simpáticos cachorros.
Sin embargo lo que casi todo el
mundo pasa por alto de los experimentos de Milgram es que no se
trataba de un experimento que se realizara una sola vez con un grupo
de 40 participantes para obtener un resultado final. De hecho Milgram
realizó el experimento un total de 17 veces con 17 grupos distintos
de 40 a 60 sujetos de prueba y en cada repetición del estudio empleó
un conjunto de variaciones experimentales.
En una
variación cambió el lugar del estudio, del campus de la Universidad
de Yale a un edificio de oficinas en ruinas. En otra variante los
sujetos podían dar instrucciones a un ayudante para que les diera
las descargas, en lugar de pulsar el interruptor ellos mismos. En
otra variante el actor con bata de laboratorio, que hacía de
"experimentador", fue llamado por motivos de trabajo y
sustituido por un hombre normal vestido de traje de calle. Y en otra
variante más el sujeto de la prueba se veía obligado a esperar a
que otro actor se convirtiera en "profesor" y realizara el
experimento antes de asumir él mismo el papel.
Cada
variación produjo resultados muy diferentes. Por ejemplo, cuando el
sujeto de pruebas podía dar instrucciones a otra persona para que le
diera las descargas, en lugar de hacerlo él mismo, el porcentaje de
participantes dispuestos a dar la descarga máxima (supuestamente
potencialmente letal) ascendía a un increíble 92,5%.
Cuando el experimento tuvo lugar en un edificio de oficinas, en lugar
de en el campus de Yale, el número de participantes dispuestos a
administrar la descarga máxima descendió al 48%.
Y cuando el sujeto de la prueba veía a otras personas asumir el
papel de "profesor" antes que él y observaba que se
negaban a obedecer la orden del experimentador de administrar las
descargas, la disposición de ese sujeto a administrar la descarga
máxima caía en picado hasta el 10%.
Permítanme decirlo de otro modo para los que se atascan al pensar.
Cuando el sujeto de prueba veía que alguien desobedecía al
experimentador, él mismo se negaba a seguir adelante con el
experimento el 90% de las
veces. Esta es la sorprendente conclusión que ha sido borrada de la
mayoría de los relatos de los experimentos de Milgram: la
desobediencia, una vez modelada, se convierte en una opción en la
mente del público.
Es crucial comprender este punto
porque, exactamente como Étienne de La Boétie señaló hace
casi 500 años, un pequeño grupo de tiranos, por muy
psicopáticamente amenazadores que sean, son incapaces de administrar
una tiranía por sí solos. Requieren la
participación activa de un número mucho mayor de obedientes
cumplidores de órdenes. De hecho, es importante tomar
conciencia del hecho de que ninguno de los peores excesos de la
patocracia en los últimos tiempos habría sido posible sin la
participación activa de vastas franjas de la población. Los
llamados "mandatos"
de las vacunas no fueron logrados por
un psicópata
en una posición de autoridad política, ni
siquiera por un grupo de psicópatas.
Fueron facilitados por los médicos
que participaron en las
campañas de vacunación en contra de su propia experiencia, juicio y
formación, los empresarios
que impusieron requisitos
de vacunación a sus empleados, los
propietarios
de negocios que
implementaron controles de certificados de vacunación en sus
locales,
los agentes
de policía que
encerraron
a los no vacunados a centros de cuarentena, los
trabajadores que
mantuvieron esos centros de cuarentena en funcionamiento,
los jueces y abogados que
secundaron
todas estas acciones, etc.
Lo mismo vale para cualquier cantidad de abusos patocráticos a los que hemos sido sometidos en los últimos años. Estos programas sólo pueden llevarse a cabo cuando la mayoría del pueblo acata sus órdenes y cumple así su papel en la operación. Al igual que en la época de La Boétie, nuestra servidumbre a la patocracia es, en gran medida, una servidumbre voluntaria nacida de la obediencia. Combinando la visión de La Boétie con los resultados experimentales menos conocidos de Milgram, encontramos un modelo para derrotar a la patocracia: actos de desobediencia muy visibles.
Pero ¿es esto
cierto? ¿Puede un solo acto de desobediencia derribar realmente una
patocracia? Una vez más no tenemos que especular sobre esta
posibilidad en el vacío. Gracias a las maravillas de la tecnología
moderna, podemos ver una grabación de un acontecimiento de este tipo
en tiempo real.
El 21 de
diciembre de 1989, el dictador rumano Nicolae
Ceaușescu tomó la Plaza del Palacio para dirigirse al pueblo
rumano. Al principio el discurso fue como todos los que había
pronunciado a lo largo de los años. Habló de los éxitos de la
revolución socialista rumana y cantó las alabanzas de la "sociedad
socialista multilateralmente desarrollada" que había surgido
bajo su brutal reinado. Pero entonces ocurrió algo extraordinario.
Alguien abucheó. El abucheo fue recogido por otros y se convirtió
en abucheo generalizado. La multitud coreó "¡Timișoara!",
en referencia a la masacre de disidentes políticos perpetrada días
antes por las fuerzas de seguridad de Ceaușescu. El dictador, poco
acostumbrado a cualquier signo de disidencia por parte de la
población, sobre la que había gobernado tan brutalmente durante
décadas, llamó al orden. Su esposa pidió silencio a la multitud,
lo que provocó que Ceaușescu la mandara callar… y luego intentó
continuar con su discurso. Pero los abucheos comenzaron de nuevo. Las
imágenes del incidente, incluida la mirada de confusión de
Ceaușescu al darse cuenta de que la multitud se había vuelto contra
él y que la amenaza de violencia no era suficiente para dominarla,
no tienen precio. Ese es el momento, grabado para la posteridad, en
que el tirano se da cuenta de que el pueblo ha rechazado su tiranía.
El resto de la historia (las revueltas y los disturbios, el intento
de fuga de Ceaușescu y su esposa, su captura por militares
desertores y su ejecución el día de Navidad) tiene su origen en ese
preciso momento en el que una persona de la multitud simplemente
expresó lo que el resto de la multitud sentía. Este es el
disyuntor. Diciendo no a la autoridad
ilegítima, resistiendo a matones y tiranos, desobedeciendo órdenes
inmorales, negándonos a cumplir mandatos y exigencias injustos,
facilitamos que quienes nos rodean defiendan lo que ellos también
saben que es correcto.
Pero espera, la cosa
se pone aún mejor…
Escapar del manicomio
Primero
las buenas noticias: las patocracias son intrínsecamente inestables
y están condenadas en algún momento a caer por su propio peso. De
hecho, como señala Lobaczewski en su análisis del fenómeno, las
patocracias, por su propia naturaleza, poseen numerosas debilidades
que hacen inevitable su caída. Requieren, por ejemplo, que los
puestos administrativos clave no se cubran encontrando a los hombres
y mujeres más competentes entre el público en general y
ascendiéndolos en función de su capacidad y méritos, sino
reclutando a los lacayos más rastreros entre un grupo mucho más
reducido de psicópatas y sociópatas. Esto conduce a un desfile
aparentemente interminable de idiotas de baja calidad y de imbéciles
insensatos e insensibles, que acaban ocupando puestos de poder, lo
que degrada enormemente la eficacia y la estabilidad del Estado
patocrático.
Los patócratas, como todos los psicópatas,
también viven con un miedo mortal a ser descubiertos como tarados.
Los estudiosos de la psicopatía llevan mucho tiempo señalando que
la máscara de la cordura (la capacidad del psicópata de ocultar su
defecto moral a los demás) es increíblemente importante para ellos.
Después de todo, una vez identificados los psicópatas pueden ser
efectivamente rechazados y "eliminados" de las posiciones
de poder, como TruthSeeker sugiere más arriba. Así
Lobaczewski escribe:
La gente normal aprende poco a
poco a percibir los puntos débiles de tal sistema y a utilizar las
posibilidades de una organización más conveniente de sus vidas.
Empiezan a aconsejarse mutuamente en estas cuestiones, regenerando
así lentamente los sentimientos de vínculos sociales y confianza
recíproca. Se produce un nuevo fenómeno: la separación entre los
patócratas y la sociedad de la gente normal. Estos últimos cuentan
con la ventaja del talento, las aptitudes profesionales y un sano
sentido común.
A continuación una noticia aún mejor: si es cierto que los psicópatas pueden crear una sociedad psicopática, que convierte a las personas en sociópatas, lo contrario también es cierto. Los seres humanos sanos, no tarados, con amor, empatía y compasión, pueden crear una sociedad que saque a relucir el mejor lado de la naturaleza humana. Este es el verdadero objetivo de las antiguas víctimas de los patócratas. No eliminar a los psicópatas políticos y asumir sus posiciones de poder en el sistema político psicopático que crearon, ni siquiera abolir ese sistema por completo, sino imaginar un mundo en el que la compasión, la cooperación, el amor y la empatía no sólo se fomenten, sino que se recompensen activamente. Un mundo en el que cada persona pueda llegar a dar lo mejor de sí misma.
Depende de cada uno de nosotros modelar aquello que deseamos encontrar en el mundo. Al igual que el valiente disidente, que puede romper el circuito de la tiranía expresando su oposición al tirano, nosotros también podemos convertirnos en modelos de amor, comprensión y compasión que motiven a otros a hacer lo mismo. Después de todo, si los psicópatas se han pasado siglos militarizando la psicología para controlarnos más eficazmente, ¿no podemos nosotros esgrimir nuestra comprensión de la naturaleza humana para algo bueno? ¿Y no es eso a lo que dedicarían su tiempo y sus recursos los individuos sanos y no psicópatas que forman una sociedad sana y no psicópata?
THE CORBETT REPORT
https://corbettreport.substack.com/p/dissent-into-madness-escaping-the
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